viernes, 25 de febrero de 2011

EL CASO “KALIMBA” O EL DISCURSO DE GÉNERO

No sé si Kalimba, a quien nunca he tenido la oportunidad de escuchar como cantante, sea culpable o no de los delitos de los que se le acusa en el vecino Estado de Quintana Roo; hay una perspectiva desde la cual no me importa si es víctima de una trampa abyecta o simplemente de sus propias debilidades potenciadas por la impunidad que la televisión proporciona a muchos personajes. En todo caso, las autoridades competentes habrán de decidir y sólo deseo que lo hagan con honestidad y con base en datos específicos y absolutamente comprobables.

Más allá del morbo, sin embargo, hay un aspecto de este escándalo que no podemos dejar pasar, a través del cual se revela una trama más compleja que tiene que ver con la violencia de género. El caso “Kalimba” es interesante porque en él hay texturas discursivas que revelan el machismo prevaleciente en los medios electrónicos de comunicación, no sólo porque a través de ellos se ha emprendido una defensa oficiosa del cantante, sino porque la costumbre de litigar en los medios de comunicación se ha convertido en una herramienta muy eficaz para promover algunos valores que son patrimonio de los sectores más reaccionarios de nuestra sociedad.

Tenemos entonces un escenario donde dos muchachas acompañan al cantante de marras y a su equipo de trabajo a continuar el convivio en el hotel donde éstos se hospedaban; de ahí resulta la inferencia curiosa de que, por lo tanto, las dos mujeres, que además son menores de edad, no son dignas de crédito porque ninguna mujer decente se mete a un hotel con varios hombres a horas impropias de la madrugada.

Una vez que el asunto se sale de los terrenos de la legalidad, para ser juzgado en los terrenos de la decencia, todo lo demás resulta sencillo porque ahí operan los prejuicios y las opiniones y no los hechos observados objetivamente y los diagnósticos. Vemos entonces cómo a la principal acusadora, cuyo nombre no recuerdo, se le imputa la desgracia de haber sido violada por su padre (lo cual tal vez no tenga nada que ver con el caso en el terreno jurídico, pero resulta eficaz en el terreno mediático).

Sin descartar ninguna posibilidad, lo asombroso de este discurso de género es su textura fascista, pues aun cuando se piense la posibilidad de que Kalimba sea culpable del delito del que se le acusa, siempre quedará un residuo de coparticipación en la propia mujer que tienta a la suerte y provoca su desgracia.

Así, mientras los medios electrónicos se dan vuelo y saturan las pantallas del asunto, llenándose los bolsillos con mercancía malhabida, se promueve a nivel nacional un nuevo atentado contra la mujer —en esta ocasión simbólico—, que se une a la violencia de género en Juárez y el Estado de México, donde las muertes violentas de mujeres constituyen otra de las vergüenzas nacionales. En el colmo del cinismo, Rocío Sánchez Azuara (finísima persona de la televisión que pidió 25 años de cadena perpetua para un delincuente) ofreció a una de las víctimas (a cambio de una entrevista) la oportunidad de cumplir sus sueños como actriz de televisión, a decir de la conductora el anhelo dorado de la mayoría de las adolescentes mexicanas (al momento de escribir estas líneas se anunciaba en Televisa el inicio del programa de la inefable Laura Bozzo, con una emisión dedicada a este caso. ¡Faltaba más!).

Por mínimos pudores, la televisión mexicana debería sacar las manos de este asunto y dejar que las autoridades hagan su labor (recordemos que la televisión siempre se escuda en “lo que la gente quiere saber”, sin embargo guarda total hermetismo en otros asuntos, como el caso del secuestro de Fernández de Cevallos, donde la tv sí tuvo respeto y quizá hasta miedo de meter las narices); acusar, como se hizo en el programa de Patricia Chapoy, de “loca” a una de las presuntas víctimas, es un acto de violencia extrema perpetrado por alguien que dispone de un micrófono y un canal de proyección nacional, y que además tiene un fuerte influjo entre grandes sectores de la población.

Lo que asoma de todo esto es la posición de víctimas necesarias en la que se coloca a las mujeres a través de este caso, al hacerlas ejercer —como sucedió en Chetumal— un trabajo nocturno y en un lugar donde que se prohíbe la entrada a menores de edad teniendo ellas mismas esa condición; independientemente de eso, está la probable tragedia de la violación de una de las víctimas por parte de su padre, los maltratos recibidos por parte del novio, y una vida inestable que la convierte —como a muchas otras adolescentes en un país sin futuro— en presa fácil de criminales y tratantes de blancas en general.

Nada de eso, sin embargo, aparece en este show de enredos sexuales, donde dos muchachas (víctimas o no de una violación) se constituyen en una especie de paradigma del lugar que ocupa la mujer en nuestra sociedad.

No soy inocente, entiendo que muchos jóvenes se inician sexualmente a edades muy tempranas y que la sexualidad se ejerce a veces sin conciencia plena de todas sus implicaciones físicas y emocionales; no defiendo ni condeno a nadie en este caso, sólo denuncio lo lamentable de un discurso que pone a la mujer como una especie de amasijo donde la inocencia y la perversidad cohabitan sin pudor alguno. Ser menores de edad y trabajar en un lugar donde se venden bebidas alcohólicas, han hecho de las mujeres de este caso dos adolescentes pervertidas, según se desprende del discurso televisivo; de ellas, por lo tanto, se puede esperar cualquier cosa. Para la televisión y su sentido de la decencia, ellas no son víctimas sino victimarias, ésas son las premisas que la televisión usa para condenarlas sumariamente, con la complacencia de un público ávido de sangre donde el machismo lleva la voz cantante.

lunes, 21 de febrero de 2011

VIENTO

Pienso en aquellas palabras que Miguel Hernández escribiera en la dedicatoria de uno de sus libros a Vicente Alexandre: “Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia cumbres más hermosas.”

Sin duda, el entrañable poeta de Orihuela entendía la gravedad de su labor como siervo de las palabras y quería que éstas se usaran para algo más que expresar las emociones simples de un sujeto que actúa y que padece.

Algo tenía que ennoblecer al autor de Perito en Lunas, acercándolo con cierto candor a un mundo turbio en el que, sin embargo, se albergaban aún algunas semillas de optimismo. Los poetas entonces eran la brisa refrescante que se ofrecía noblemente para calmar las penurias de la gente.

Cincuenta años antes, en 1888, Rubén Darío ofrecía en El Rey Burgués, uno de los cuentos más crudos de Azul…, una visión más sórdida del poeta como una especie de paria olvidado por todos, a quien se le confiere, en el gran banquete de la sociedad burguesa, un rincón lejano donde pueda estar siempre y cuando tenga la buena voluntad de ganarse el pan girando la manivela de un organillo destripado. Al final del convite y en medio de la euforia, el poeta aparece petrificado por un viento invernal que lo congela sin que nadie se haya dado cuenta de ello.

Después de los movimientos del año 68 que recorrieron el mundo en el siglo XX, y que en México dejaron el saldo trágico de la matanza de Tlatelolco, Michel Foucault afirmó que el pueblo no tiene nada que aprender de los intelectuales y que éstos de ninguna manera se constituyen en una especie de conciencia pública de las sociedades. Foucault afirma que, a final de cuentas, la idea de un intelectual que se concibe como un agente del pensamiento crítico, es en realidad un buen mecanismo de dominación a través del cual se legitima la aparente ausencia de autonomía intelectual de ciertos grupos sociales para pensar su propia realidad y establecer un proyecto histórico consecuente con ella.

Aun considerando que es debatible la idea de que el poeta sea o no un intelectual, no debemos perder de vista que hay una parte del trabajo poético que se desarrolla a partir de una reflexión más o menos aguda sobre la realidad e incluso sobre las circunstancias y limitaciones del propio acto de escribir.

Tal vez lo que sucede es que el poeta se inventa un lugar y le da a su oficio algún carácter utilitario para sentirse menos marginado en un ámbito en el que sus productos responden al principio de la gracia (término del cual deriva la palabra “gratis”).

¿Cómo incrustar aquello que se hace por gracia y con un instrumento tan primitivo como la palabra, en una sociedad utilitaria que tiene en la conquista de la capacidad de consumo su valor más conspicuo?

A veces me resulta impropio hablar de la función social del poeta o de su compromiso, cuando el propio poeta no está en posición de darle nada a una sociedad que lo ha mantenido marginado.

De buena voluntad el poeta se asume como redentor, e incluso como conciencia crítica de su tiempo, olvidando que su lucha más sórdida es hacerse de un lugar en la sociedad como humilde servidor de las palabras.
Cuando Panchito Mancilla, el carpintero que me hizo un par de mesas laterales para la salita de mi casa, me mostró la dignidad de su trabajo (en los dos muebles pequeños que me fabricó no había un solo clavo sino puros ensambles), me enseñó tanto como lo que en muchos libros había yo aprendido. Panchito no tiene ninguna idea de lo que pueda ser la conciencia crítica ni quiere redimir a nadie; sólo quiere hacer bien su trabajo y enseñarle a los demás a valorarlo. A fin de cuentas los poetas trabajamos con el viento (¿qué son las palabras sino inflexiones de aire?). Si este viento refresca el ánimo de alguien o quema una pradera, es sólo porque a las palabras se las lleva su propia vocación de ser palabras que van, que vienen, que se quedan…