martes, 19 de octubre de 2010

CINE, CINE...


—...que compró Milo su casa—, dijo mi tía Hilda a mi abuela mientras guardaba la carta en el sobre. Yo estaba jugando con mi primo Pedro cuando oí la frase. Hacía un mes que me encontraba en Yucatán, en un encierro aburridísimo, allá por el rumbo de la calle 78, cerca de “La Cigarra”. Días después mi tía me llevó a la terminal, me encargó con el camionero y, 24 horas después, yo estaba en la Ciudad de México.


No he olvidado las caras de mis hermanos cuando me empezaron a enseñar todos los rincones de la casa, que yo veía como un palacio; salí de un pequeño departamento para ir de vacaciones a Mérida durante el verano, y regresé a una casa que mi padre había comprado después de muchos años de juntar dinero y de trabajar afanosamente.


Lo mejor, sin embargo, lo descubrí algunos días después. Cerca de la casa había dos lugares mágicos: un supermercado y un cine. Todavía recuerdo aquel Domingo en que salí a caminar por el barrio; tal vez eran las diez de la mañana cuando mi papá me dio algunas monedas y con ellas me fui hacia la calzada de La Viga. Emocionado, llegué a la puerta del cine a ver las fotografías de las películas que pronto habrían de exhibirse (el cine de la Viga era un cine de segunda y nunca proyectaba películas de estreno), y el colmo de la dicha fue el descubrir la función de matinee (dos películas por un peso).


Sin pensarlo dos veces me dirigí a la taquilla y compré mi boleto; tendría oportunidad de ver al menos la primera película y regresar a casa antes de que mamá se preocupara por mí. Al fondo del pasillo larguísimo, la pantalla gigante reproducía, en “glorioso technicolor”, algo que estaba más allá del sueño. Al final decidí quedarme unos minutos más para ver los “cortos”, que eran siempre una promesa y que a veces resultaban lo mejor de la función. A la semana siguiente regresé con mis hermanos.


Durante la Secundaria, la asistencia al cine se volvió sistemática ya sea en compañía de condiscípulos o en la de algunos vecinos; con éstos se popularizó la costumbre de pasar a la panadería a comprar algunos bolillos para comer durante la función.


Todo era espectacular en ese viejo cine que, de alguna manera, muchos hicimos nuestro. Éramos como una familia: el hombre setentón (delgado como Don Quijote) que llegaba siempre muy temprano y ocupaba una butaca donde se sentaba con las piernas cruzadas, y cuyo entretenimiento era cortar, con una tijerita, los vellos de su nariz; los novios que se sentaban en la última fila; el muchacho que siempre gritaba “¡esa pinche luuuuz!” cuando el “cácaro” empezaba a proyectar la película sin haber oscurecido la sala; y los jóvenes que podíamos ver algunas cintas impropias para nuestra edad sin que nadie se ocupe de censura alguna.


Ligado a la magia y la ansiedad de lo oscuro, el cine nos pone en una intimidad inalcanzable por otros medios. Su máxima expresión, su lujo mayúsculo, era el cine “México”, a unos pasos de la catedral de Valladolid, y que los viejos conocían como cine “Sombrero”, que operaba en un galerón destechado, haciendo improgramables los horarios de función, pues ésta no podía empezar si la oscuridad era insuficiente. Cuando, por una rareza, las películas eran aburridas, uno podía alzar los ojos y entretenerse contemplando las estrellas.


Ligado al deleite, el espectáculo estaba en la pantalla y fuera de ella. Cuando en el cine “Díaz”, situado en la calle que viene de San Juan, también en Valladolid, se proyectaba una película cómica, uno debía sentarse estratégicamente, ya que algunas butacas de madera estaban unidas en grupos de cuatro por una varilla y no estaban fijas en el suelo, por lo que era común que en una risotada fuera de control alguien se fuera de espaldas, arrastrando consigo a sus compañeros de fila.


La televisión, pero sobre todo el control remoto, han echado a perder la costumbre de ir al cine. Ciertamente los cines han hecho más cómoda la experiencia, pero insípida; la han mejorado tecnológicamente, pero le han quitado su vocación mágica; nos otorgan confort, pero nos privan de toda la vitalidad que gira alrededor de la pantalla.


Aun así, el cine es uno de los prodigios del tiempo, donde la vida y el ensueño confunden sus fronteras.


Cuando Anne Bancroft estiró la pierna en un primerísimo plano para ponerse unas medias negras, mientras en el fondo de la toma la miraba Dustin Hoffmann, un grupo de muchachos, en la oscuridad de un cine de barrio, conoció a Eros.



jueves, 14 de octubre de 2010

LA DOBLE MORAL EN LA TELEVISIÓN


Aprender a ejercitar un contacto crítico e inteligente con la televisión es cada día una necesidad más urgente, aunque parece que no contamos con instituciones que se ocupen del asunto.


Fuera de algunas investigaciones que se realizan en las pocas universidades del país que las promueven, ni la Secretaría de Educación ni las instancias culturales parecen tener interés en establecer algunos mecanismos que permitan al televidente defenderse frente a lo que sucede en la televisión.


Es una pena que en este país la gente pase muchas horas frente a la pantalla, y que ésta se haya convertido en el principal agente socializador, no tanto porque en sí misma sea un aparato infernal, sino porque tenemos una gran disposición a tragarnos toda la basura que mediante ella se nos ofrece.


La televisión, entonces, nos vende cualquier cosa, y nosotros parecemos tener una gran compulsión por renovar nuestro culto a sus productos, aun cuando ello dañe nuestra capacidad de discernimiento, nuestra capacidad crítica, nuestra sensibilidad y hasta nuestra conciencia moral.


Un caso concreto de lo anterior lo podemos encontrar en las emisiones más recientes de “La Academia”, el exitoso “reality show” que desde hace ya más de un lustro patrocina TV- Azteca. En el programa de marras, sucedieron tres hechos que con toda claridad nos muestran la doble moral de la televisión. El primero de ellos, probablemente el más interesante desde una perspectiva ética, se trata del caso de una muchacha que, por haber sufrido hace unas pocas semanas de una operación de columna, está en una potencial situación de riesgo, que podría incluso ser mortal, si persiste en participar en el programa. Otro hecho se relaciona con la sustracción de un teléfono celular por parte de una de las concursantes, con el cual ésta, encerrada en un baño, hizo una llamada a algún familiar. El último asunto interesante aconteció el Domingo antepasado, cuando el exnovio de una de las concursantes hizo llegar a la producción unas fotografías donde la muchacha aparecía semidesnuda.


En el primer caso, llama la atención la poca importancia que se le puede dar a la integridad física de los concursantes, pues, si hay un diagnóstico de por medio, la alumna debió haber causado baja del show sin más. El problema es que el cálculo de las ganancias que ella podría reportar tiene mayor peso que cualquier otro argumento, aunque esto se disfraza de heroísmo y sensiblería. Así, el valor supremo de la vida que las televisoras dicen defender, tanto como el cuidado de la misma, pasan a segundo plano cuando se trata de la fama y las ganancias, aunque la primera sea efímera. El mensaje es que bien vale la pena arriesgarlo todo con tal de aparecer algunos minutos en la televisión; ella nos convierte en celebridades y es nuestra única posibilidad de “ser alguien en la vida” (tal como dice la letra de la canción que se constituye en el himno de la serie: “morirte en el intento sin morir / librar toda barrera hasta subir…”). La protagonista de este suceso fue finalmente expulsada y seguramente a TV Azteca su suerte la tiene sin cuidado.


Antes de proseguir con esta aproximación al tema de la doble moral de la televisión, deseo agregar dos cosas: la primera es que no estoy en contra de que se obtenga algún tipo de ganancia cuando ésta es bien habida y se obtiene sin pisotear a nadie; la segunda es que no es muy edificante para nuestro país que sus jóvenes tengan como aspiración suprema en la vida ser parte de este “reality show”. Tendríamos que meditar a fondo este último asunto para indicar por qué este espectro aspiracional es lamentable.


Promoviendo el arribismo, la fama y la abyección como forma de entretenimiento, la televisión nos enseña que no importan nuestro nivel de ignorancia o nuestras limitaciones intelectuales, sino aprender a jugar el juego del doblez (hay, en esta emisión de la Academia —llamada pomposamente Bicentenario—, un invidente que es bastante desafinado, pero que “conecta” —como dicen los “críticos”— con el público y eso es lo valioso en la escala móvil y acomodaticia de valores de quienes se llenan los bolsillos con la nobleza de un espectador al que no se le ofrecen alternativas).


El segundo ejemplo de la relatoría que comenzamos en la primera parte de estas notas, el de la concursante que hurtó un teléfono, es patético. De acuerdo con las reglas del juego, ella debió haber sido expulsada por algo que se considera una falta grave que consiste en establecer contacto con el exterior. Pero de acuerdo con la ley y la ética, ella cometió un robo, sin más, por lo que debió haber sido expulsada y consignada ante la autoridad competente. Los hechos, sin embargo, constituyen una magnífica lección para entender cómo funciona la doble moral televisiva.


A la concursante se le permitió interpretar la canción que había preparado para el show (hasta ese momento el público desconocía los hechos). Al final, y antes de recibir los comentarios de “los críticos”, la directora de La Academia pidió la palabra para exhibirla, indicando, además, que como castigo pasaría de manera directa a una instancia desde la que podría ser expulsada. Aquí lo interesante es el manejo mediático: el público decidiría con su voto (lo cual implica abrir una fuente alterna de ingresos para el programa) si la concursante es expulsada o se le da una nueva oportunidad; debajo, sin embargo, de este exhibicionismo y de esta burda comercialización de un delito, hay otros asuntos, pues parece ser que para la televisión no es tan importante delinquir como ser descubierto (aquí la doble moral aparece en todo su esplendor). La culpabilidad o inocencia de alguien se relativiza y la ley y la moral se convierten entonces en hechos subastables —lo cual es grave en una sociedad como la nuestra, donde la criminalidad ha alcanzado niveles nunca vistos y aun va en aumento—.


Independientemente de ello, se pisoteó la dignidad de la concursante (recordemos que los Derechos Humanos nos amparan a todos, incluso a los delincuentes) y ella estuvo conforme con la situación, pues nada es demasiado frente a la expectativa de obtener una ración (aunque sea mínima) de fama (“… cuesta subir la cuesta…”).


¿Cómo nos defendemos de todo esto? ¿Quién tendrá la voluntad política de enfrentarse a este monstruo? ¿Cómo es que aprendimos la malsana habilidad para tragar tanto excremento?
Finalmente tenemos el caso de la concursante que posó con poca ropa para ser fotografiada por su novio, quien después quiso vender (y lo más seguro es que lo haya hecho) las imágenes a la producción del programa.


Aquí el asunto alcanza niveles de cinismo, pues estas imágenes fueron exhibidas en cadena nacional sin ningún pudor y sin importar el daño moral y emocional que se hacía a los padres de la joven cantante, quien vio pisoteada su dignidad y su intimidad no sólo por una expareja sin escrúpulos, sino por la propia televisora con la que firmó un contrato leonino. Lo peor de todo es que la muchacha ha decidido continuar en ese juego que se constituye como la gran aspiración de muchos jóvenes mexicanos.


La pobreza emocional, la pereza mental, la ignorancia y la miseria humana parecen ser los ingredientes del éxito que se promueven en la Academia. Por revolcarse en esos lodos, muchos de nuestros jóvenes darían la vida misma, manifestando con ello una forma perversa de entender el mundo.


A veces parece que hemos empezado de manera decisiva a cancelar nuestro futuro. diacervera@gmail.com


viernes, 8 de octubre de 2010

ATRÉVETE A SOÑAR

La televisión mexicana atraviesa en estos momentos una de sus crisis más severas en relación a sus contenidos (esta crisis desde luego no tiene nada que ver con las ganancias exorbitantes que año con año obtienen los dos grandes consorcios del país).
Entre la superficialidad y la ignorancia de la programación, los espectadores quedamos varados en una indefensión que tendría que empezar a ventilarse ante los organismos nacionales e internacionales de Derechos Humanos, toda vez que la televisión, hoy por hoy, nos da un trato infamante a nivel emocional y a nivel intelectual.
Quizá lo más dramático del asunto es que el espectador ni siquiera es consciente de cómo se pisotean sus valores y su entendimiento y, lejos de exigir una programación de mejor calidad, se conforma con la basura que recibe cotidianamente en forma de entretenimiento.
De la manera más abyecta, dos géneros televisivos ocupan el mayor porcentaje de la programación televisiva: las telenovelas y los programas de concurso (algunos de los cuales han convertido en diversión el atentado sistemático en contra de la dignidad de los participantes).
En el caso de las telenovelas, una de las más exitosas ha sido “Atrévete a soñar”, protagonizada por Dana Paola, René Strickler, Vanessa Guzmán y Violeta Isfel. Partiendo de una historia simple y hasta bobalicona, en esta telenovela se cuentan las aventuras de “Patito” (Dana Paola), una adolescente feúcha y ridícula, detrás de cuyos lentes gruesos y frenillos dentales se oculta un corazón noble y limpio que, aun en las peores adversidades, es capaz de encontrar la alegría de vivir.
Desde hace ya por lo menos dos décadas, televisa ha venido preparando a los ciudadanos de esta república telenovelera en que se ha convertido nuestro país. Un elemento central de su estrategia es la barra infantil y juvenil de teledramas a través de la cual se capta a este sector de la audiencia para adiestrarlo en las artes y las mañas de quedar enganchado cinco días de la semana (más los resúmenes sabatinos) y durante por lo menos sesenta minutos, regalando sus emociones y pensamientos a una pantalla que le vende algo que es menos que un sueño y mucho más que un entretenimiento inocente.
La falsa reivindicación del “feo-pero-de-buenos-sentimientos” es una de las peores trampas que nos ponen las telenovelas en la actualidad pues, mientras que en el nivel explícito del discurso se habla de una cosa, en otros niveles discursivos el mensaje es mucho más contundente en sentido contrario (basta ver la estrategia reciente de los noticieros deportivos, los cuales emplean como “reporteras” a mujeres de buen ver, mismas que, en su mayoría, no tienen la menor idea de lo que están diciendo y mucho menos la cultura deportiva necesaria para ser parte de una emisión de esas características).
Durante nueve meses, “Atrévete a soñar” se mantuvo en el gusto de la audiencia a pesar de que la historia es extraordinariamente ridícula, simple y trivial, y de que los trucos para alargarla son dramáticamente absurdos. Esta es una telenovela dirigida a un público adolescente debidamente “fertilizado” por las novelas infantiles y, por tanto, listo para tragarse cualquier veneno.
La fórmula de una canción pegajosa (una especie de himno a la diabetes donde todo es de caramelo y azúcar), unida a una historia de amor desgraciado que busca volverse agraciado, sirven de marco a las peripecias de un grupo de jóvenes en plena pubertad, a los cuales sólo les preocupan la música y el amor (entendido con una superficialidad pasmosa). Es un mundo de caramelo, sin crisis, sin veinticinco millones de personas en pobreza extrema, sin fanáticos que matan inocentes en el metro, sin las amenazas de la drogadicción y el narcotráfico, y donde, en lugar de impuestos y corrupción, del cielo caen dulces. Tomémosle, pues, la palabra a Luis del Llano, y atrevámonos a soñar con justicia social y con gobiernos verdaderamente democráticos, en mundos simplemente suaves, sin curas pederastas y sin consorcios criminales. Tal vez en ese sueño haya lugar también para una televisión que respete a sus espectadores.

sábado, 2 de octubre de 2010

LOS DERECHOS HUMANOS DEL TELEVIDENTE

LOS DERECHOS HUMANOS DEL TELEVIDENTE*
JOSÉ DÍAZ CERVERA

Para mis alumnos del 1º B,
a quienes algunas tragedias del país
les producen risa.

A pesar de todo su pasado truculento y de que se han documentado muchas de sus trampas, Laura Bozzo ha sido reciclada malamente por la televisión mexicana. En su pasado ha enfrentado por lo menos en dos ocasiones la acción de la justicia de su país: una por el homicidio imprudencial de una niña de cuatro años a la que atropelló a mediados de los noventa por conducir a exceso de velocidad, y otra por corrupción, derivada de su relación con Vladimiro Montesinos, capo peruano de la contrainsurgencia y defensor oficioso de narcotraficantes, a quien Fujimori designara como asesor de Inteligencia y orquestador del famoso “fujimorazo” (auto-golpe de Estado que permitió al entonces presidente de Perú tomar el poder absoluto de su país).
Quizá por este currículum fantasmagórico, TV- Azteca decidió poner en marcha un proyecto televisivo que resulta espeluznante, dadas las condiciones de deterioro en que vivimos actualmente: me refiero al programa “Laura de todos”.
La fórmula de la emisión es precisamente la que le dio a la conductora de marras la popularidad de que todavía goza en nuestro país. La emisión es un “talk-show” donde la ignorancia, la promiscuidad, los insultos, la pobreza y los instintos más bajos son los protagonistas.
Desde luego que se ha documentado de manera suficiente la falsedad de los casos presentados. En muchas ocasiones se ha comprobado que quienes aparecen en la emisión son actores informales que, incluso, son “reciclados” como tales cada cierto tiempo.
Más allá de esto, tenemos otra arista del asunto. En la emisión peruana, el propio Fujimori, o algún funcionario de alto nivel de su gobierno, llamaban a la emisión y ordenaban soluciones pragmáticas a los casos presentados (a veces obsequiando una dotación de láminas para una vivienda, otras regalando un carrito de “hot-dogs” u otorgando alguna beca para la realización de estudios, etc.), creando con ello una idea falsa de magnanimidad.
En el caso de México, Bozzo inició sus emisiones abordando el asunto de Cecilia Lora, con una intervención evidentemente sesgada a favor de la hija del rockero. Usando todos los recursos a su disposición, el equipo de TV_Azteca hurgó entre los secretos familiares de las víctimas, exhibió, hizo escarnio y denostó a la medida de su gusto, lucrando con esa tragedia.
Así, los pequeños y grandes dramas se exhiben sin pudor, mucho más que para ofrecer soluciones de fondo, para conquistar a una audiencia cuya dignidad está por los suelos; una audiencia a la que no se le concede el derecho de pensar con autonomía, una audiencia a la que no se le abre la oportunidad de tener un entretenimiento que permita el desarrollo de sus capacidades mentales y emocionales.
Algunos párrafos antes dije que un programa como éste es un proyecto espeluznante y creo que debo explicar por qué. He perdido la cuenta de cuántas aristas tiene la crisis que enfrentamos en este momento. A la crisis económica de nuestro país hay que agregar la crisis política, la crisis educativa, la crisis cultural, la institucional, la jurídica, la axiológica, la… ¿Cómo salir de esta situación? ¿De verdad le interesa a las oligarquías que salgamos de este infierno? ¿No será que, a final de cuentas, estas crisis tienen claros beneficiarios?
Creo que es tiempo de que a nivel estatal comencemos a promover una organización que ponga sobre la mesa los derechos humanos de las audiencias; una organización que organice talleres, conferencias, mesas de reflexión y todo aquello que pueda ayudar a que la televisión promueva contenidos intelectuales y emocionales que dignifiquen al televidente y no que lo atropellen.
Es claro que la solución al espectáculo abyecto que nos da la TV no vendrá del propio medio, que vive de reciclar su propia basura. La respuesta entonces debe venir del televidente y de un Estado comprometido, como lo decía Platón en “La República”, con el desarrollo cabal de las capacidades de los individuos que lo componen.
No creo que la televisión tenga una naturaleza idiotizante. Creo, sí, que el uso que le hemos dado, y nuestra ignorancia supina, nos ponen en ese terreno donde somos vulnerables. Si la televisión dice atender las demandas del espectador, construyamos entonces un espectador más demandante y mejor capacitado para relacionarse críticamente con ese medio, para que entonces los contenidos del mismo sean más dignos.
No puede ser que las televisoras promuevan proyectos como Iniciativa México, y al mismo tiempo nos endilguen a Laura Bozzo, “Pepillo” Origel u Omar Chaparro. Cuando los “coches bomba” se van convirtiendo en parte de la vida cotidiana de nuestro país, uno no puede dejar de lado cierta suspicacia y un enorme malestar por lo que viene; lo mismo pasó en Perú, lo mismo en Colombia. Detrás de “Laura de todos” hay, seguramente, un proyecto macabro encaminado a rajarnos el cuero.
No debemos, entonces, cruzarnos de brazos. Intentemos algo para no quedarnos en absoluto estado de indefensión cuando Laura Bozzo grita: ¡que pase el desgraciado…!

*Este artículo se publicó a finales de agosto, en la sección cultural del periódico Por esto! La “señorita” Laura dejó a TV Azteca después con un palmo de narices y se fue a Televisa sin ningún escrúpulo. No tardaremos en ver cómo Peña Nieto o algún funcionario del gobierno mexiquense comenzarán a usar para fines propagandísticos a esta peruana detestable.