sábado, 11 de diciembre de 2010

SOBRE LA ELEGANCIA


No es, desde luego, el detalle de unos calcetines dispuestos magistralmente “entre el zapato y el pantalón”, como decía aquel antiguo anuncio comercial. Tampoco está en esa extraña habilidad que algunos tienen para combinar el tono exacto con la textura adecuada en la dosis precisa. La verdadera elegancia está en la sencillez funcional con que las cosas se disponen ante nuestros ojos.


La elegancia entonces opera a partir de una especie de ambivalencia que involucra tanto al objeto como a quien lo mira. Lo elegante es elegante porque nos incita al ejercicio generoso de mirar con elegancia.


Por eso las miradas más elegantes son las de los filósofos, las de los científicos y las de los poetas, pues a través de ellas los ojos ejercitan esos dones estetizantes que permiten al mundo mostrarse de una manera especial que hace visible esa coquetería de las cosas que nos empujan a conocerlas.


Me pregunto entonces cuánta elegancia habrá percibido Einstein en el universo para ir tras él hasta arrancarle el secreto de la Teoría General de la Relatividad y qué tan seductora habrá resultado la nostalgia a los ojos de Emilio Ballagas para escribir un poema tan prodigioso como “Nocturno y Elegía”.


¿Qué tan provocativa pudo haber sido la razón humana para que Kant escribiera las ochocientas páginas de la “Crítica de la Razón Pura”? ¿Qué hermosa habrá sido la luz a los ojos de Erwin Schrödinger para imaginar el universo de lo infinitamente pequeño?


Ya sea que pensemos el tiempo como una línea continua o que lo imaginemos como un conjunto de instantes entre los cuales lo único que subsiste es la eternidad, algo debe tener de especial esa dimensión de nuestra vida para que nuestro pensamiento se ocupe de ella de maneras muy diversas. El tiempo es seductor, y por eso sólo nos podemos acercar a él con una mirada seductora, tal y como lo ha hecho Stephen Hawking durante décadas en las que ha logrado esbozar algunas interpretaciones, para entenderlo un poco más allá de la escala estrictamente humana.


Y es que la relación entre conocimiento y admiración (que durante muchos años se constituyó como una especie de tabú entre los hombres de ciencia) ahora parece encontrar acomodos más propios en un esquema de conocimiento que acaba por abrirse al universo de las metáforas. Así el científico y el filósofo se han acercado al trabajo del poeta como un recurso maravilloso para salir de los atolladeros a los que una ciencia de vocación positivista y una filosofía aporética los han llevado.


En reciprocidad, el poeta ha ido aprendiendo a mirar el mundo de manera más elegante en la medida en que hace el esfuerzo de pensar con orden; así su lirismo se ha hecho más profundo y su quehacer más prístino.


Vivimos un tiempo complejo y, por tanto, confuso. A veces la corrupción está más cerca de nosotros de lo que pensamos y nuestra actitud ignorante se vuelve una inmoralidad en la medida en que nos acomodamos en ella. Tendríamos que reflexionar qué tanta distancia hay entre quien se instala en su falta de lucidez, quien trata de corromper a un funcionario y quien se emplea como sicario del Crimen Organizado; desde luego que hay perspectivas que nos hacen ver en estas tres acciones escalas absolutamente distintas. Pero hay algún punto de vista donde estas escalas parecen diluirse porque las tres contaminan el mundo.


Negarse a comprender la realidad en que se vive no es entonces una acción inocua. Martí decía que es más fácil morir heroicamente que pensar con orden y en ello vemos esa elegancia con la que el prócer cubano miraba el mundo. Su muerte entonces no es más que el fruto magno de su forma pararse ante la realidad para admirarla. Cuando uno mira una fotografía de Martí, mira el fino espectáculo del hombre frente al mundo.


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