lunes, 21 de febrero de 2011

VIENTO

Pienso en aquellas palabras que Miguel Hernández escribiera en la dedicatoria de uno de sus libros a Vicente Alexandre: “Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia cumbres más hermosas.”

Sin duda, el entrañable poeta de Orihuela entendía la gravedad de su labor como siervo de las palabras y quería que éstas se usaran para algo más que expresar las emociones simples de un sujeto que actúa y que padece.

Algo tenía que ennoblecer al autor de Perito en Lunas, acercándolo con cierto candor a un mundo turbio en el que, sin embargo, se albergaban aún algunas semillas de optimismo. Los poetas entonces eran la brisa refrescante que se ofrecía noblemente para calmar las penurias de la gente.

Cincuenta años antes, en 1888, Rubén Darío ofrecía en El Rey Burgués, uno de los cuentos más crudos de Azul…, una visión más sórdida del poeta como una especie de paria olvidado por todos, a quien se le confiere, en el gran banquete de la sociedad burguesa, un rincón lejano donde pueda estar siempre y cuando tenga la buena voluntad de ganarse el pan girando la manivela de un organillo destripado. Al final del convite y en medio de la euforia, el poeta aparece petrificado por un viento invernal que lo congela sin que nadie se haya dado cuenta de ello.

Después de los movimientos del año 68 que recorrieron el mundo en el siglo XX, y que en México dejaron el saldo trágico de la matanza de Tlatelolco, Michel Foucault afirmó que el pueblo no tiene nada que aprender de los intelectuales y que éstos de ninguna manera se constituyen en una especie de conciencia pública de las sociedades. Foucault afirma que, a final de cuentas, la idea de un intelectual que se concibe como un agente del pensamiento crítico, es en realidad un buen mecanismo de dominación a través del cual se legitima la aparente ausencia de autonomía intelectual de ciertos grupos sociales para pensar su propia realidad y establecer un proyecto histórico consecuente con ella.

Aun considerando que es debatible la idea de que el poeta sea o no un intelectual, no debemos perder de vista que hay una parte del trabajo poético que se desarrolla a partir de una reflexión más o menos aguda sobre la realidad e incluso sobre las circunstancias y limitaciones del propio acto de escribir.

Tal vez lo que sucede es que el poeta se inventa un lugar y le da a su oficio algún carácter utilitario para sentirse menos marginado en un ámbito en el que sus productos responden al principio de la gracia (término del cual deriva la palabra “gratis”).

¿Cómo incrustar aquello que se hace por gracia y con un instrumento tan primitivo como la palabra, en una sociedad utilitaria que tiene en la conquista de la capacidad de consumo su valor más conspicuo?

A veces me resulta impropio hablar de la función social del poeta o de su compromiso, cuando el propio poeta no está en posición de darle nada a una sociedad que lo ha mantenido marginado.

De buena voluntad el poeta se asume como redentor, e incluso como conciencia crítica de su tiempo, olvidando que su lucha más sórdida es hacerse de un lugar en la sociedad como humilde servidor de las palabras.
Cuando Panchito Mancilla, el carpintero que me hizo un par de mesas laterales para la salita de mi casa, me mostró la dignidad de su trabajo (en los dos muebles pequeños que me fabricó no había un solo clavo sino puros ensambles), me enseñó tanto como lo que en muchos libros había yo aprendido. Panchito no tiene ninguna idea de lo que pueda ser la conciencia crítica ni quiere redimir a nadie; sólo quiere hacer bien su trabajo y enseñarle a los demás a valorarlo. A fin de cuentas los poetas trabajamos con el viento (¿qué son las palabras sino inflexiones de aire?). Si este viento refresca el ánimo de alguien o quema una pradera, es sólo porque a las palabras se las lleva su propia vocación de ser palabras que van, que vienen, que se quedan…

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