martes, 1 de junio de 2010

DIOS, EL DIABLO

José Díaz Cervera

No se trata de saber si Dios existe, sino cómo es. Desde luego que para el creyente la existencia de Dios es incuestionable, tanto como no la es para el agnóstico; los grandes místicos, sin embargo, son los que aprendieron a vivir quebrantados por la duda, y algunos de ellos terminaron como santos.
Insisto: no se trata de saber si Dios existe, sino de trazar las líneas generales de su posibilidad. En esta tentativa, el hombre ha tenido que valerse de una imagen que funcione por oposición, y por ello, toda fe en la existencia de Dios tiene como condición previa el reconocimiento de la existencia del diablo.
Lo curioso de todo es que la imagen del diablo está llena de cualidades: el diablo es seductor, divertido, ameno, pero, sobre todo, nos deja en absoluta libertad de elegir; en sentido opuesto, a Dios nos lo presentan como un ser adusto, ególatra y vengativo, por lo que, en tal caso, el diablo parece navegar siempre con el viento a su favor. Si lo analizamos con detenimiento y sin pasión, muchas religiones parecen mucho más una apología del diablo que de la divinidad.
Lo interesante es que el diablo no tiene ninguna necesidad de quebrarse la cabeza para que creamos en su existencia; si creemos en Dios, estamos obligados a sancionar la existencia del diablo. Si, por el contrario, optamos por el ateísmo, el diablo parece no salir perdiendo demasiado.
Como corolario de lo anterior, podemos dar cuenta de la importancia que tiene para Dios el dar prueba constante de su existencia, mientras que, en el otro extremo, todos sabemos que el mejor truco del diablo es hacernos creer que no existe. Esta dicotomía marca una diferencia fundamental entre dos potestades todopoderosas que, además, despliegan sus facultades con una magnitud similar, pues si esto no fuera así, el propósito épico del bien luchando contra el mal perdería todo su encanto y ello nos conduciría al desquiciamiento y a la sinrazón.
El caso es que el bien se liga al sufrimiento como condición para la paz, y el mal se liga al gozo como causa eficiente de todo lo que nos atormenta (por eso nuestros deleites se ejercen con culpabilidad). En tal circunstancia, las figuras de Dios y el diablo se ligan a la perspectiva humana, haciendo de Dios un viejo bonachón aunque inestable y ante el cual nunca sabemos a qué atenernos, y del diablo un tipo cínico que juega limpio porque sabemos que siempre nos habrá de engañar.
El asunto se complica cuando descubrimos el hecho fundamental de que Dios, a pesar de su infinita benevolencia, no ha querido revelarnos Su Nombre, ya que en ello radica uno de sus mejores trucos; el diablo, en cambio, puede motejarse de muchísimas maneras para que no nos olvidemos de que existe: Satanás, Lucifer, Belcebú, Kisín, Chanchomón… (todas, por cierto, palabras agudas).
Dios y el diablo saben que un enfrentamiento directo entre ellos acabaría con el juego, y por eso practican un ajedrez perverso con nosotros. Lo curioso es que yo no me sentaría a jugar una partida de ajedrez con alguien a quien yo no considerase un amigo entrañable, un hermano del alma.

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