sábado, 29 de mayo de 2010

COMUNICÓLOGOS…
JOSÉ DÍAZ CERVERA
A la Maestra Roxana Quiroz le debo la oportunidad de redescubrir una pasión añeja que yo creía sepultada: el estudio de la comunicación.
La vida me ha llevado por territorios insólitos. Me ha dado mucho y me ha quitado (con excepción de un padre hermoso) sólo algunas cosas materiales, lo cual, para mí, equivale a haberme privado de casi nada. En ese ámbito, uno de los regalos más bellos que he recibido de la vida fue la posibilidad de haber estudiado Comunicación en la Universidad Iberoamericana (UIA), en un tiempo en el que en ella impartían cátedra grandes maestros. Por eso, cuando recibí en días pasados un correo electrónico desde la UIA, en el que se anuncian los festejos por el Cincuentenario de la carrera de Comunicación en nuestro país (implementada precisamente por ese instituto educativo), no pude menos que regresar en el tiempo, recordando cómo me tocó vivir, al inicio de mi licenciatura, los festejos por el vigésimo aniversario y, después, las Bodas de Plata de esa carrera.
Todavía tengo presente una conferencia donde algunos de los fundadores del proyecto hablaron del proceso de implementación de lo que entonces se llamó C.T.I. (Licenciatura en Ciencias y Técnicas de la Información). Ahí se ventiló, sobre todo, la actitud visionaria de un grupo de humanistas y de científicos sociales que entendieron la necesidad de preparar cuadros que, con una sólida formación académica y cultural, se hicieran cargo de los medios de comunicación, así como del estudio de todos los fenómenos derivados del contacto de la sociedad con los grandes medios electrónicos.
Recuerdo también cómo algunos alumnos de las primeras generaciones hablaban de las clases de probabilidad y estadística impartidas por el maestro Cortina, y cómo en México la UIA fue un vector a través del cual se introdujo la semiótica en nuestro país.
Parte de ese espíritu prevaleció durante varios años (aun cuando la carrera cambió de nombre un par de veces), pues llevábamos cursos de epistemología, de filosofía del lenguaje, de filosofía de la comunicación, cuatro semestres de discurso literario, mucha sociología, algo de psicología y, obviamente, todas las asignaturas relacionadas directamente con la comunicación.
Aunque probablemente la carrera de Comunicación en la Ibero ya vio pasar sus mejores tiempos, todavía podemos palpar los frutos de un trabajo serio. Así, tenemos a gente como Jesús Galindo, Jorge González o Guillermo Orozco, figuras de la investigación en nuestro país, todos ellos egresados de la UIA (los dos primeros mis maestros y Chucho, además, un amigo entrañable); asimismo, personajes (que también fueron mis maestros) como Paco Prieto, Tirso Limón, Mempo Giardinelli o Mauricio Beuchot —quien es uno de los grandes estudiosos del lenguaje y la hermenéutica en América Latina— o a gente de gran relevancia en los medios de comunicación como Benjamín Cann.
Cincuenta años, sin embargo, son también un tiempo de balance ineludible, donde, quizá, las cosas no ofrezcan un panorama luminoso. Y es que la carrera de Comunicación se ha convertido también en un gran negocio para algunas instituciones privadas que prácticamente no promueven ningún tipo de investigación y que, de manera lamentable, han contribuido a que la profesión se desvirtúe.
El comunicólogo concebido por aquellos jesuitas de finales de los años cincuentas (un hombre culto, comprometido con su entorno, con capacidad de discernimiento y con habilidades para la investigación), ha devenido (por obra y gracia de personajes como Miss Panamá, quien afirmó que Confucio era el creador de la confusión) en el hazmerreír de muchos para quienes los comunicólogos somos superficiales, inconsistentes, “rolleros”, terriblemente incultos y medio bestiales (cuando enciendo la televisión a eso de las dos o tres de la tarde y miro la programación de TV-Azteca, no me queda más remedio que darle la razón a quienes afirman lo anterior).
Y sin embargo, cada vez es más imperioso el que formemos profesionales de la comunicación, pues necesitamos investigadores que nos permitan entender muchos de los asuntos que en esos terrenos siguen siendo misteriosos, aunque también necesitamos planificadores de los medios, productores de contenidos y críticos de los mismos.
El problema, sin embargo, es que en el imaginario de la población que aspira a dedicarse a la comunicación hay fantasías un tanto extrañas (una de ellas es la de estudiar la carrera para ser artista de la televisión), lo cual determina que sean realmente pocos los alumnos que se comprometen con la investigación y muchos los que se dejan seducir por el glamur de las cámaras y los micrófonos.
Esto no sería malo si no fuera porque, en su abrumadora mayoría, quienes toman esta opción lo hacen sin tener ese mínimo de conocimientos y de criterios que les permitan hacerse cargo de un ámbito de tan alta responsabilidad social como lo son los medios de comunicación masiva. ¿Cómo entregarle un título profesional (y con ello la posibilidad del manejo de un medio de comunicación, con todo lo que ello implica) a alguien que no entiende lo que lee? ¿Cómo darle patente de comunicólogo a quien no es capaz de comunicarse correctamente por escrito?
En el nivel técnico, algunas escuelas de comunicación están preparando adecuadamente a sus alumnos; los manejos de cámara, la edición de los productos, el alarde tecnológico y los lenguajes visuales y sonoros casi siempre son impecables. Lo que sucede, sin embargo (y esto lo decía Benjamín Cann en una conferencia), es que, al carecer de cultura literaria, el comunicólogo no puede ir más allá del “abc” técnico, lo cual determina a veces la monotonía y la mala calidad de los productos.
Desde luego que estas reflexiones no suponen una propuesta implícita para regresar al pasado. Esto sería absurdo. Lo que sucede es que, dadas las circunstancias, es necesario replantearnos lo que implica estudiar comunicación.
De momento yo no veo más salida que la de otorgar el grado de técnicos a quienes legítimamente deseen dedicarse a los medios en su nivel de producción directa, y abrir dos subsistemas a nivel licenciatura: uno de planificación y contenidos que capacite a los gerentes de los medios de comunicación y otro de investigación, que prepare a quienes estudien los fenómenos derivados de nuestro contacto con los medios, no sólo para que sepamos algo en ese sentido, sino también para proponer alternativas de acción (como por ejemplo los talleres de recepción crítica donde, a través de técnicas semióticas y de análisis estructural del discurso, se enseñe a los espectadores a tener un contacto más racionalizado con los medios para que no sean presa fácil de sus chapucerías). No hay que olvidar tampoco que la carrera de Comunicación formaba también a periodistas y editores, hecho que ahora se ha ido dejando de lado, permitiendo que dichos espacios profesionales sean ocupados por quienes estudian literatura.
Cincuenta años de la carrera de Comunicación en México son un suspiro en la eternidad. Un suspiro que, sin embargo, nos obliga a la congruencia, a la autocrítica y al trabajo prospectivo en aras de una disciplina que es vital para nuestro desarrollo. Yo creo sinceramente que el comunicólogo que estamos formando no responde del todo a las necesidades del país y ya ni siquiera a los requerimientos del mercado de trabajo. Pero mientras la carrera siga constituyendo un gran negocio para muchas instituciones privadas, los márgenes de renovación seguirán siendo mínimos y aun nulos. Por fortuna, hay universidades públicas (y algunas poquísimas universidades privadas también) que entienden la necesidad de formar investigadores, y en ellas se está empezando lentamente a configurar el comunicólogo del futuro.

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