Las historias de la luz no se escriben en prosa. Tampoco se escriben en verso.
En
todo caso, las historias de la luz tienen un lenguaje propio que parece brotar
de la mirada profunda que logra fundirse con lo mirado.
Ahí
un silencio suave, femenino, recibe del mundo su carga fabulosa, y las palabras
ya no nombran, sino que crean realidades cabales que nos dan las verdaderas
dimensiones del mundo. La luz tiene tantas historias como miradas humanas hay.
Mas
sucede que cada mirada es probablemente el resumen de las miradas con que
sorprendimos al mundo, sumadas a las miradas de otros que hicimos nuestras para
darle su verdadera dimensión de simultaneidad al tiempo.
En
el arte de aprender a mirar desde otros ojos, el ser humano descifra los
misterios del encuentro, siempre perturbador y siempre hermoso, con sus
semejantes y con el mundo.
No
es entonces que las cosas “estén ahí”, simplemente agazapadas, sino que ellas
nos interpelan con sus propias formas de expresión y con sus propias miradas,
así como con sus voces peculiares, para proponernos las múltiples posibilidades
del ser.
Niñez y poesía se
constituyen entonces como entidades en donde se ejerce lo posible, y esta
acción adquiere siempre la forma de una imagen poética que presenta ante
nosotros la inagotabilidad de la vida.
En estos terrenos, Las historias de la luz, título del
libro más reciente del poeta Javier España, se constituye como un ensayo de
ingeniería de la mirada.
La obra, que se plantea
como el diario de lo que mira un niño (en este caso Omar, en los hechos, hijo
del poeta, pero también padre, hermano, fantasma y heterónimo del propio autor),
es un homenaje a la palabra llena de mundo y de ser humano. Como dice Omar en
un pasaje del libro: “lo que se mira también se oye.”
El libro de Javier España
opera como una especie de juego de espejos donde Omar, un niño de doce años,
aprende a mirar de una manera novedosa el mundo, mientras mira a Estefanía, su
hermana de cinco años, descubriendo y edificando su propia realidad. En el
extremo, el autor los mira a ambos, revelando para sí la persistencia del
instante donde el tiempo se condensa.
Ahí entonces las palabras
se convierten también en personajes y dejan de ser simples referencias, pues ya
no se constituyen en algoritmos del mundo sino en fundamento del mismo.
En Las historias de la luz, la infancia es siempre un manojo de
emociones ambivalentes que nos preparan para nuestro comercio siempre tenso e
intenso con la vida. Nada es idílico en la infancia; antes bien en ella hay
miedos, incertidumbres, angustias, desengaños y sobresaltos. A pesar de todo,
la infancia se redime por la imaginación creadora de quien se enfrenta al mundo
con inocencia y se permite soñar sin que ello implique perder la conciencia de
la prosa del mundo en que se vive.