—...que compró Milo su casa—, dijo mi tía Hilda a mi abuela mientras guardaba la carta en el sobre. Yo estaba jugando con mi primo Pedro cuando oí la frase. Hacía un mes que me encontraba en Yucatán, en un encierro aburridísimo, allá por el rumbo de la calle 78, cerca de “La Cigarra”. Días después mi tía me llevó a la terminal, me encargó con el camionero y, 24 horas después, yo estaba en la Ciudad de México.
No he olvidado las caras de mis hermanos cuando me empezaron a enseñar todos los rincones de la casa, que yo veía como un palacio; salí de un pequeño departamento para ir de vacaciones a Mérida durante el verano, y regresé a una casa que mi padre había comprado después de muchos años de juntar dinero y de trabajar afanosamente.
Lo mejor, sin embargo, lo descubrí algunos días después. Cerca de la casa había dos lugares mágicos: un supermercado y un cine. Todavía recuerdo aquel Domingo en que salí a caminar por el barrio; tal vez eran las diez de la mañana cuando mi papá me dio algunas monedas y con ellas me fui hacia la calzada de La Viga. Emocionado, llegué a la puerta del cine a ver las fotografías de las películas que pronto habrían de exhibirse (el cine de la Viga era un cine de segunda y nunca proyectaba películas de estreno), y el colmo de la dicha fue el descubrir la función de matinee (dos películas por un peso).
Sin pensarlo dos veces me dirigí a la taquilla y compré mi boleto; tendría oportunidad de ver al menos la primera película y regresar a casa antes de que mamá se preocupara por mí. Al fondo del pasillo larguísimo, la pantalla gigante reproducía, en “glorioso technicolor”, algo que estaba más allá del sueño. Al final decidí quedarme unos minutos más para ver los “cortos”, que eran siempre una promesa y que a veces resultaban lo mejor de la función. A la semana siguiente regresé con mis hermanos.
Durante la Secundaria, la asistencia al cine se volvió sistemática ya sea en compañía de condiscípulos o en la de algunos vecinos; con éstos se popularizó la costumbre de pasar a la panadería a comprar algunos bolillos para comer durante la función.
Todo era espectacular en ese viejo cine que, de alguna manera, muchos hicimos nuestro. Éramos como una familia: el hombre setentón (delgado como Don Quijote) que llegaba siempre muy temprano y ocupaba una butaca donde se sentaba con las piernas cruzadas, y cuyo entretenimiento era cortar, con una tijerita, los vellos de su nariz; los novios que se sentaban en la última fila; el muchacho que siempre gritaba “¡esa pinche luuuuz!” cuando el “cácaro” empezaba a proyectar la película sin haber oscurecido la sala; y los jóvenes que podíamos ver algunas cintas impropias para nuestra edad sin que nadie se ocupe de censura alguna.
Ligado a la magia y la ansiedad de lo oscuro, el cine nos pone en una intimidad inalcanzable por otros medios. Su máxima expresión, su lujo mayúsculo, era el cine “México”, a unos pasos de la catedral de Valladolid, y que los viejos conocían como cine “Sombrero”, que operaba en un galerón destechado, haciendo improgramables los horarios de función, pues ésta no podía empezar si la oscuridad era insuficiente. Cuando, por una rareza, las películas eran aburridas, uno podía alzar los ojos y entretenerse contemplando las estrellas.
Ligado al deleite, el espectáculo estaba en la pantalla y fuera de ella. Cuando en el cine “Díaz”, situado en la calle que viene de San Juan, también en Valladolid, se proyectaba una película cómica, uno debía sentarse estratégicamente, ya que algunas butacas de madera estaban unidas en grupos de cuatro por una varilla y no estaban fijas en el suelo, por lo que era común que en una risotada fuera de control alguien se fuera de espaldas, arrastrando consigo a sus compañeros de fila.
La televisión, pero sobre todo el control remoto, han echado a perder la costumbre de ir al cine. Ciertamente los cines han hecho más cómoda la experiencia, pero insípida; la han mejorado tecnológicamente, pero le han quitado su vocación mágica; nos otorgan confort, pero nos privan de toda la vitalidad que gira alrededor de la pantalla.
Aun así, el cine es uno de los prodigios del tiempo, donde la vida y el ensueño confunden sus fronteras.
Cuando Anne Bancroft estiró la pierna en un primerísimo plano para ponerse unas medias negras, mientras en el fondo de la toma la miraba Dustin Hoffmann, un grupo de muchachos, en la oscuridad de un cine de barrio, conoció a Eros.