miércoles, 30 de junio de 2010

PERDER…
JOSÉ DÍAZ CERVERA
Hacía varias Copas del Mundo que México no dejaba un sabor de boca tan desagradable. Se jugó un futbol muy malo, aunque las televisoras estén afanosamente empeñadas en hacernos creer justamente lo contrario.
Ya se vio que el despliegue de músculo sin talento tiene serias limitaciones; ya se vio que hay una generación interesante de futbolistas jóvenes que podrían con el tiempo revertir la situación. Pero también se vio que hay un agujero tremendo entre los futbolistas que ya vieron pasar sus mejores años y los que vienen abriéndose camino. La Selección Mexicana de Futbol tiene varios jugadores que rondan los veintiún años y muchos más que andan por los treinta y uno; también se vio que hay algunos jugadores de calidad, junto a otros que no son ni de segunda división.
No por eso, sin embargo, el partido contra Argentina se empezó a perder al minuto 26 del primer tiempo, ni fue un error arbitral el que abrió la puerta a la derrota que se selló con la estupidez de uno de nuestros defensores. Este partido comenzó a perderse cuando se nombró entrenador a Hugo Sánchez, ponderando más los criterios de orden mercadológico que las razones estrictamente deportivas.
Esta manera de vivir “de prestado”, improvisando soluciones de último minuto, cubriendo el requisito “al cuarto para las doce”, es algo que ha caracterizado a nuestro futbol porque también es parte de una forma de ver el mundo. Si el asunto se redujera únicamente a mirar un partido, si sólo se tratara de ganar o de perder introduciendo un balón en la portería rival, todo esto sería irrelevante.
Desgraciadamente, el futbol es también un espejo (quizá ciertamente deformado) en el que tenemos que aprender a mirarnos de una manera más inteligente y sin las trampas que nos pone Televisa. De esta manera, lo que para muchos es una especie de luto nacional, podría convertirse en una gran oportunidad para comprender la sociedad que hemos construido, con sus virtudes y sus defectos. Así, la derrota, más que una desgracia (que por fortuna no lo es), debiera movernos a preguntarnos con cuánto contribuimos nosotros a las eternas derrotas futboleras de nuestro país y cuál es nuestra aportación a todo este mundo de sinrazones y porquería en el que estamos metidos.
En un país con pocas victorias, deberíamos comenzar a elaborar una estrategia pedagógica que nos permita llevar a situación de aprendizaje nuestras derrotas grandes y pequeñas, pues sólo así comenzaremos a ganar las batallas importantes y no sólo el ya mítico cuarto partido de una Copa Mundial de Futbol.
Y es que todo parece indicar que no nos hemos hartado de nuestra forma de vivir; todo indica que somos felices precisamente porque no entendemos nada de lo que sucede a nuestro alrededor y parecemos estar muy cómodos entre nuestras frustraciones cotidianas. Por eso, perder un partido de futbol equivale para algunos a perder mucho más que la dignidad, mas ésta siempre será recuperable, sobre todo si el Domingo siguiente gana nuestro equipo.
No. No aprendimos nada de la victoria sobre Francia. No hemos aprendido nada de las persistentes derrotas futbolísticas contra los Estados Unidos. No nos hemos dado cuenta que los “centros al área” deben cruzar diagonalmente la zona de penalti para que sean dañinos, pero, de la misma manera, ninguna lección hemos sacado de las constantes agresiones de la “border patrol” hacia nuestros connacionales ni de todos los ordenamientos con que nos pisotea el Fondo Monetario Internacional; tampoco obtenemos ninguna lección del FOBAPROA en sus diferentes modalidades ni de la mala leche con que nos tratan los bancos. Seguimos siendo un país telenovelero, mucho más preocupado por las nalgas de Alejandra Guzmán que porque nuestros jóvenes tengan buena redacción.
Desde luego que me gustaría que nuestra selección de fútbol gane sus partidos y que lo haga brillantemente, pero no a cambio de que todos vivamos en una especie de limbo lleno de oligofrenia. Yo no deseo que la Historia Nacional se transforme en la historia de sus gestas futboleras (“2 de octubre no se olvida” es una frase que usan los locutores de Televisa, no para recordar la Matanza de Tlatelolco en 1968, sino para conmemorar el Campeonato Mundial ganado por la selección sub-17, hace algunos años, victoria de la que, por cierto, tampoco aprendimos nada.) Yo creo que es un despropósito buscar tan comedidamente las razones de esta derrota y no las de otras que quizá sean más dolorosas.
En un país donde los drogadictos que se quieren rehabilitar son acribillados por el Crimen Organizado, las derrotas futboleras no deberían tener ninguna relevancia. Pero henos aquí, hablando de perder, orinando pedazos de patria, lloviznando, ya sin ganas de culpar a nadie, sin insultar ni mentar madres y solamente resignados, esperando las tristes recetas de cocina que nos enseñen a guisar un caldo de zopilote para sanar nuestras almas. Esa sí es una derrota muy cabrona. diacervera@gmail.com

martes, 1 de junio de 2010

DIOS, EL DIABLO

José Díaz Cervera

No se trata de saber si Dios existe, sino cómo es. Desde luego que para el creyente la existencia de Dios es incuestionable, tanto como no la es para el agnóstico; los grandes místicos, sin embargo, son los que aprendieron a vivir quebrantados por la duda, y algunos de ellos terminaron como santos.
Insisto: no se trata de saber si Dios existe, sino de trazar las líneas generales de su posibilidad. En esta tentativa, el hombre ha tenido que valerse de una imagen que funcione por oposición, y por ello, toda fe en la existencia de Dios tiene como condición previa el reconocimiento de la existencia del diablo.
Lo curioso de todo es que la imagen del diablo está llena de cualidades: el diablo es seductor, divertido, ameno, pero, sobre todo, nos deja en absoluta libertad de elegir; en sentido opuesto, a Dios nos lo presentan como un ser adusto, ególatra y vengativo, por lo que, en tal caso, el diablo parece navegar siempre con el viento a su favor. Si lo analizamos con detenimiento y sin pasión, muchas religiones parecen mucho más una apología del diablo que de la divinidad.
Lo interesante es que el diablo no tiene ninguna necesidad de quebrarse la cabeza para que creamos en su existencia; si creemos en Dios, estamos obligados a sancionar la existencia del diablo. Si, por el contrario, optamos por el ateísmo, el diablo parece no salir perdiendo demasiado.
Como corolario de lo anterior, podemos dar cuenta de la importancia que tiene para Dios el dar prueba constante de su existencia, mientras que, en el otro extremo, todos sabemos que el mejor truco del diablo es hacernos creer que no existe. Esta dicotomía marca una diferencia fundamental entre dos potestades todopoderosas que, además, despliegan sus facultades con una magnitud similar, pues si esto no fuera así, el propósito épico del bien luchando contra el mal perdería todo su encanto y ello nos conduciría al desquiciamiento y a la sinrazón.
El caso es que el bien se liga al sufrimiento como condición para la paz, y el mal se liga al gozo como causa eficiente de todo lo que nos atormenta (por eso nuestros deleites se ejercen con culpabilidad). En tal circunstancia, las figuras de Dios y el diablo se ligan a la perspectiva humana, haciendo de Dios un viejo bonachón aunque inestable y ante el cual nunca sabemos a qué atenernos, y del diablo un tipo cínico que juega limpio porque sabemos que siempre nos habrá de engañar.
El asunto se complica cuando descubrimos el hecho fundamental de que Dios, a pesar de su infinita benevolencia, no ha querido revelarnos Su Nombre, ya que en ello radica uno de sus mejores trucos; el diablo, en cambio, puede motejarse de muchísimas maneras para que no nos olvidemos de que existe: Satanás, Lucifer, Belcebú, Kisín, Chanchomón… (todas, por cierto, palabras agudas).
Dios y el diablo saben que un enfrentamiento directo entre ellos acabaría con el juego, y por eso practican un ajedrez perverso con nosotros. Lo curioso es que yo no me sentaría a jugar una partida de ajedrez con alguien a quien yo no considerase un amigo entrañable, un hermano del alma.