viernes, 10 de septiembre de 2010

LA COMUNICACIÓN COMPLEJA

Tratar de definir las acciones cotidianas que marcan imperceptiblemente nuestras vidas, es una de las tareas más arduas. A veces los conceptos son como redes que se rompieron y por las cuales la realidad se escapa; así ha pasado con la comunicación.

Los enfoques funcionalistas que se ocuparon del estudio del fenómeno en los Estados Unidos, trataron de explicarlo a través de un modelo lineal lleno de puerilidades y donde la comunicación queda desactivada de todas sus circunstancias y su riqueza fenoménica, al quedar reducida (variantes más variantes menos) a una relación entre un emisor y un receptor que alternan sus roles.

Aisladas de su contexto, ambas partes del proceso quedan como simples terminales de un circuito que esconde lo esencial: nos comunicamos porque no somos iguales y aún así tenemos la expectativa de hacer comunes experiencias distintas. La comunicación es entonces una relación entre dos o más sujetos que están determinados objetivamente por el lugar que ocupan en la división del trabajo, por la cantidad de capital simbólico de que disponen, por su ideología, por sus competencias lingüísticas y por todas las circunstancias grupales y biológicas que los delimitan como individuos y por las cuales podemos decir también que la comunicación es una práctica cultural. Asimismo, y en razón de lo anterior, podemos afirmar también que la comunicación es un proceso de creación y recreación de sentidos y significaciones a partir de la relación que dos o más sujetos establecen en una dinámica de fuerza diferencial. Con todo, la comunicación es también un intercambio de registros sensibles en niveles que van desde lo corporal hasta lo verbal.

Como podemos ver, la complejidad del fenómeno no puede eludir la complejidad de su conceptualización, a partir de la cual los modelos funcionalistas resultan ridículos. Estas complejidades, sin embargo, dan otra vuelta de tuerca cuando la virtualidad y la cibercultura hacen su aparición en el escenario de nuestra vida cotidiana.

El mundo cibernético ha significado todo un reto para nuestra capacidad de imaginar; ahí la imagen de lo que somos y el lugar que ocupamos en el cosmos tienden a hacerse más volátiles. Simplemente el paso de la noción de centro como principio de lo espacial desde donde todo cobra espesor, a la noción de red donde el espacio es inexistente si no se le concibe como vínculo, supone un cambio drástico en nuestra capacidad de percibir el mundo y de entender lo real.

Al entrar la virtualidad en nuestras vidas, nuestra noción de realidad ha empezado a transformarse. Hoy por hoy sabemos, al menos, que lo virtual no entra en la categoría de lo irreal y que nuestras interacciones cotidianas poseen otras formas y otros contenidos en un cosmos que ya no tiene tamaño ni dimensiones. En el ciberespacio se han multiplicado nuestras capacidades de interacción al tiempo que se ha acelerado nuestro “metabolismo informativo” y con él nuestra capacidad de olvido.

Hay entonces fenómenos de comunicación que todavía no comprendemos porque se dan entre sujetos cuya experiencia acontece en la realidad extraña de lo virtual (que sólo al hombre de la post-modernidad se le ha permitido conocer), donde la gente se desenmascara y se enmascara de las maneras más inverosímiles. Esto, sin embargo, no traiciona el principio básico de nuestras prácticas interactivas.

Karl Jaspers apuntaba, en sus célebres paradojas, que la comunicación es una verdad construida por pequeñas mentiras. Hoy no sabemos si el espacio virtual es una metáfora o, cabalmente, es uno de los sitios donde efectivamente se construye nuestra cotidianidad en el ciberamor, el cibererotismo y la ciberemotividad.

Estamos aprendiendo nuevas cosas en una realidad que no hemos acabado de definir con certeza suficiente (porque aún no la entendemos del todo), aunque en ella tengamos esa instancia soñada para una interacción donde la dimensión espacio-tiempo quede abolida, hermanándonos con la infinitud.

domingo, 5 de septiembre de 2010

EL LENGUAJE EN LA TELEVISIÓN

No se trata de ser un purista del lenguaje, sino de conocerlo en todos sus terrenos para sacarle el mayor provecho posible.

Sucede que la televisión mexicana parece tener una especie de alergia profunda por el universo conceptual. Bajo la idea de que en los diálogos de las telenovelas o las miniseries debe darse una apariencia de verosimilitud, lo que persiste es una enorme pobreza léxica que termina por empobrecer nuestros marcos de referencia.

Un ejemplo de ello lo constituyen emisiones como “La vida es una canción” o “La rosa de Guadalupe”, programas en los que se evidencian con mucha claridad las carencias lingüísticas de quienes participan en ellos.

Así, en la emisión correspondiente al jueves 20 de agosto del año en curso de “La rosa de Guadalupe”, con duración efectiva de veintiún minutos, pude contar la repetición a lo largo de treinta y dos ocasiones de la palabra “ñoña” y diecisiete la de la palabra “chavitas”, como parte de un diálogo soso y repetitivo dentro de una trama criminalmente insultante para el espectador, a quien implícitamente se le trata como retrasado mental.

Desde luego que podemos atribuir esta pobreza a la falta de pericia de los guionistas, que, por lo demás, no abundan en nuestro medio (pues casi no hay escuelas donde puedan prepararse como tales, y los estudiantes de Comunicación, al carecer de formación literaria, tienen un bagaje lingüístico muy reducido en términos generales).

Sin oficio literario, las miniseries naufragan entre la escoria televisiva y devienen en una especie de “campo de entrenamiento” del espectador del futuro, a quien se le ofrecerá entretenimiento chatarra.

Otros elementos, sin embargo, constituyen el panorama conceptual que nos ofrece la televisión y éstos los podemos encontrar en la barra matutina tanto como en la programación deportiva, cuyo peso mayúsculo está en el fútbol.

En el caso de los programas que se ofrecen inmediatamente después de los noticieros de la mañana (todos prácticamente con el mismo formato y contenidos), apreciamos el empleo de clichés verbales como forma consuetudinaria de comunicación. Es curioso escuchar cómo una conductora de Televisa ofrece una información, y cómo una conductora de Tv-Azteca lo hace exactamente con las mismas palabras, no tanto por estar leyendo un boletín o un despacho informativo, sino porque al disponer de un mínimo de recursos, éstos necesariamente habrán de repetirse.

De la misma manera, a la proverbial estupidez de los cronistas de fútbol se añade las de las comentaristas a nivel de cancha, muchas de las cuales son jóvenes agraciadas físicamente, pero sin ningún conocimiento del deporte que comentan y menos aun del idioma en que hablan (en la emisión del sábado 21 de agosto, durante el partido entre Tigres y Santos, el narrador tuvo que “traducir” el comentario ininteligible de su compañera).

Ahora que aparece la verdadera vocación de “Iniciativa México” como una especie de Big-Brother de la caridad, ahora que los libros de texto (alguna vez maravillosos, con la imagen de Victoria Dorenlas en la portada reproduciendo una obra de González Camarena) están llenos de faltas de ortografía y de datos curiosos pero no de conceptos debidamente desarrollados, puedo decir que en todo esto hay un fondo truculento. A fin de cuentas, las dimensiones humanas del mundo están determinadas por la cantidad de conceptos que socialmente pueden comprenderse; por eso, cuando nuestra relación con el lenguaje se empobrece, lo que se empobrece es el mundo en que vivimos.

El lenguaje en la televisión es escalofriante, pues ejerce en nosotros una violencia tan profunda que nos deja más reblandecidos que un trapeador. Somos un país pobre, cada vez más pobre y lejano de nosotros mismos porque nos han ido quitando poco a poco las herramientas que tenemos para entenderlo. Somos pobres en un mundo empobrecido sin razón; esto sólo puede entenderse como una vileza mayúscula.