Tratar de definir las acciones cotidianas que marcan imperceptiblemente nuestras vidas, es una de las tareas más arduas. A veces los conceptos son como redes que se rompieron y por las cuales la realidad se escapa; así ha pasado con la comunicación.
Los enfoques funcionalistas que se ocuparon del estudio del fenómeno en los Estados Unidos, trataron de explicarlo a través de un modelo lineal lleno de puerilidades y donde la comunicación queda desactivada de todas sus circunstancias y su riqueza fenoménica, al quedar reducida (variantes más variantes menos) a una relación entre un emisor y un receptor que alternan sus roles.
Aisladas de su contexto, ambas partes del proceso quedan como simples terminales de un circuito que esconde lo esencial: nos comunicamos porque no somos iguales y aún así tenemos la expectativa de hacer comunes experiencias distintas. La comunicación es entonces una relación entre dos o más sujetos que están determinados objetivamente por el lugar que ocupan en la división del trabajo, por la cantidad de capital simbólico de que disponen, por su ideología, por sus competencias lingüísticas y por todas las circunstancias grupales y biológicas que los delimitan como individuos y por las cuales podemos decir también que la comunicación es una práctica cultural. Asimismo, y en razón de lo anterior, podemos afirmar también que la comunicación es un proceso de creación y recreación de sentidos y significaciones a partir de la relación que dos o más sujetos establecen en una dinámica de fuerza diferencial. Con todo, la comunicación es también un intercambio de registros sensibles en niveles que van desde lo corporal hasta lo verbal.
Como podemos ver, la complejidad del fenómeno no puede eludir la complejidad de su conceptualización, a partir de la cual los modelos funcionalistas resultan ridículos. Estas complejidades, sin embargo, dan otra vuelta de tuerca cuando la virtualidad y la cibercultura hacen su aparición en el escenario de nuestra vida cotidiana.
El mundo cibernético ha significado todo un reto para nuestra capacidad de imaginar; ahí la imagen de lo que somos y el lugar que ocupamos en el cosmos tienden a hacerse más volátiles. Simplemente el paso de la noción de centro como principio de lo espacial desde donde todo cobra espesor, a la noción de red donde el espacio es inexistente si no se le concibe como vínculo, supone un cambio drástico en nuestra capacidad de percibir el mundo y de entender lo real.
Al entrar la virtualidad en nuestras vidas, nuestra noción de realidad ha empezado a transformarse. Hoy por hoy sabemos, al menos, que lo virtual no entra en la categoría de lo irreal y que nuestras interacciones cotidianas poseen otras formas y otros contenidos en un cosmos que ya no tiene tamaño ni dimensiones. En el ciberespacio se han multiplicado nuestras capacidades de interacción al tiempo que se ha acelerado nuestro “metabolismo informativo” y con él nuestra capacidad de olvido.
Hay entonces fenómenos de comunicación que todavía no comprendemos porque se dan entre sujetos cuya experiencia acontece en la realidad extraña de lo virtual (que sólo al hombre de la post-modernidad se le ha permitido conocer), donde la gente se desenmascara y se enmascara de las maneras más inverosímiles. Esto, sin embargo, no traiciona el principio básico de nuestras prácticas interactivas.
Karl Jaspers apuntaba, en sus célebres paradojas, que la comunicación es una verdad construida por pequeñas mentiras. Hoy no sabemos si el espacio virtual es una metáfora o, cabalmente, es uno de los sitios donde efectivamente se construye nuestra cotidianidad en el ciberamor, el cibererotismo y la ciberemotividad.
Estamos aprendiendo nuevas cosas en una realidad que no hemos acabado de definir con certeza suficiente (porque aún no la entendemos del todo), aunque en ella tengamos esa instancia soñada para una interacción donde la dimensión espacio-tiempo quede abolida, hermanándonos con la infinitud.