Llegas como un forastero al que sólo se le reconoce por el olor de las piedras, y tu sudor sigue siendo tan joven como cuando el peso de la luz daba a las cosas otro mediodía.
¿En dónde te miras? ¿Contra quién te miras?
Ahí están las señales otra vez y tu nombre no tiene ya algunas de sus sílabas; por eso cabes en un grano de maíz.
Para sentir el polvo de la calle te quitaste la planta de los pies y para mirar todas las gamas del azul te arrancaste los ojos. Estás en el barrio de Sisal; a dos kilómetros de ahí está enterrado tu padre, ya sin huesos; tú eres lo que queda de sus ojos en aquella tarde de julio cuando te despediste de él.
Ahora regresas como un forastero en las estancias del sueño y eres la rama de un árbol cuyo tronco es el aire. Por eso estar aquí es una forma de estar lejos.
Estás en el barrio de Sisal preguntando por el linaje del humo. No han desaparecido los espejos.
A un costado del convento está la escuela donde viste la sonrisa de tus primos. Ellos jugaban a ser pájaros de luz y tú solo los mirabas como si no supieras que hacer con tu propia sonrisa, un poco torpe, un poco insustancial, un poco pájaro asustado por sus propios miedos.
Quizá por eso ahora llegas a Valladolid como un extraño. Las huellas de tus pies están llagadas por el chechén. Tus manos siguen el rumbo de la ortiga y tu sombra permanece intacta bajo un árbol del solar de la casa de tu tía Fita, mientras tu prima Otilia te busca para compartir contigo una taza de chocolate con agua y un poco del pan que por las tardes vienen a vender desde la Villa de Espita.
¿En dónde te miras? ¿Contra quién te miras? ¿Es cierto que en 1560 estabas parado exactamente en este mismo sitio, esperando que se cumpla la cita que hiciste con tus ojos?
Ahí viene un niño en bicicleta y no eres tú.
Nunca más serás tú.
Solamente serás un forastero donde quiera que vayas.
A tu nombre se la han ido cayendo algunas sílabas.
Ahí viene otro niño en bicicleta, y no eres tú.