Vivimos en una paradoja cultural: hay pocos lectores, pero muchas presentaciones de libros. Somos un país lleno de ceremonias; hay bodas, fiestas de quince años, bautizos, celebraciones impensables y hasta presentaciones de libros en los que se cumplen los rituales más extraños. Parece ser que es condición general que en la presentación de un libro haya algún comentarista que no se tomó ni siquiera la molestia de revisar el índice. Esto es parte del ritual, y sería de muy mal gusto que ello no sucediera. Desde luego que los comentarios halagüeños hacia la obra son imprescindibles, tal y como es menester. El autor, por otro lado, ensaya con días de anticipación todos los disimulos y los gestos que habrán de acompañar las sesudas disertaciones de los presentadores; a fin de cuentas, él es la estrella de esa película.
Una de las cosas más interesantes de la presentación de un libro es la cantidad de esfuerzos y recursos que se ponen en juego para ello. He conocido gente que escribe sólo para poder asistir como protagonista de su presentación; a veces creo que muchos escritores tienen una doble vocación: la literatura y la presentación de sus libros. En ese terreno se han dado los artilugios mercadotécnicos más complejos. Rafael Ramírez Heredia, por ejemplo, solía presentar sus libros en cantinas de la Ciudad de México durante los años ochenta y algunos otros lo hacían en pulquerías de mala muerte y hasta en prostíbulos. He escuchado a muchos autores presumir la cantidad de presentaciones que lleva alguna de sus obras, y como escritor no puedo más que envidiarlos pues en mi falta de ambición la única relación que me une a un libro es la que establezco con él para escribirlo o leerlo.
El caso es que uno acude a los rituales bibliográficos como si acudiera a una boda o a un bautizo, y hay hasta quienes salen comentando la calidad de la comida y la abundancia de cerveza o vino; yo confieso que he abandonado el recinto sagrado de la presentación de algún libro en pleno abuso de mis dificultades mentales, ya sea por haber trasegado alcohol inmoderadamente, o bien ebrio de melcocha y cursilería.
Alguna vez estuve al frente de un taller literario que funcionaba por el rumbo del Pedregal de San Ángel, en México, al que acudían mujeres de la más rancia burguesía. Muchas de ellas tenían la ambición de escribir un libro para presentarlo donde se pudiera, con lo cual abrí los ojos a la realidad de mi profesión. Desde entonces supe que el verdadero compromiso literario se establece con ese momento crucial donde tres o cuatro personas ponderan las virtudes de un libro que ni siquiera han leído. No podría ser de otra manera en un país de gente que no lee.
La práctica de las presentaciones de libros ha traído nuevas tradiciones de convivencia. Los antiguos pax-tragos (como se les dice en Yucatán a los gorrones de trago) han tenido que cambiar su pasatiempo y ahora son pax-presentacionesdelibros, aunque esta práctica les resulte insuficientemente emocionante, pues no tiene sentido ir a donde uno no está invitado sin que exista el riesgo de sufrir algún rechazo; el artilugio de colarse a una fiesta sin invitación y hasta de bailar el vals con la novia o con la quinceañera, tenían, para el gorrón, un encanto especial; en ese sentido las presentaciones no ofrecen barreras que flanquear ni tienen el gozo de la transgresión: nadie está invitado a la presentación de un libro, pero nadie tampoco es excluido de ella (tengo, sin embargo, información de una conocida mafia literaria que enviaba a indigentes y oligofrénicos a las presentaciones de libros de sus enemigos, para sabotearlas).
En el proceso de socialización, uno aprende las mañas y los intríngulis que implica acudir a la presentación de un libro, tanto si se acude por interés legítimo, como si se va por compromiso. Se sabe que cuando uno de los presentadores se deshace en elogios, es porque ni siquiera ha abierto la obra. Otras estrategias al respecto se encaminan a ponderar al autor, y la táctica del anecdotario es siempre eficaz y sencilla para cumplir con creces. Las epístolas llenas de lugares comunes, en las que se habla de las emociones causadas por una obra que no se ha leído, son una innovación reciente que pronto se pondrá de moda; al fin y al cabo nadie se dará cuenta que alguno de los comentaristas no tiene la menor idea del libro que se está reseñando. Como quinceañeras, muchos autores sueñan con la(s) presentación(es) de su obra, y ven en el acto su consagración efímera, maravillosamente provisional y perversamente inútil. Pocos escritores, sin embargo, acuden pudorosamente a la presentación de sus libros, buscando la posibilidad siempre amenazadora de confrontarse con ese compañero sin cara que es el lector: su cómplice, su semejante.