lunes, 30 de agosto de 2010

SOBRE LAS PRESENTACIONES DE LIBROS

Vivimos en una paradoja cultural: hay pocos lectores, pero muchas presentaciones de libros. Somos un país lleno de ceremonias; hay bodas, fiestas de quince años, bautizos, celebraciones impensables y hasta presentaciones de libros en los que se cumplen los rituales más extraños. Parece ser que es condición general que en la presentación de un libro haya algún comentarista que no se tomó ni siquiera la molestia de revisar el índice. Esto es parte del ritual, y sería de muy mal gusto que ello no sucediera. Desde luego que los comentarios halagüeños hacia la obra son imprescindibles, tal y como es menester. El autor, por otro lado, ensaya con días de anticipación todos los disimulos y los gestos que habrán de acompañar las sesudas disertaciones de los presentadores; a fin de cuentas, él es la estrella de esa película.

Una de las cosas más interesantes de la presentación de un libro es la cantidad de esfuerzos y recursos que se ponen en juego para ello. He conocido gente que escribe sólo para poder asistir como protagonista de su presentación; a veces creo que muchos escritores tienen una doble vocación: la literatura y la presentación de sus libros. En ese terreno se han dado los artilugios mercadotécnicos más complejos. Rafael Ramírez Heredia, por ejemplo, solía presentar sus libros en cantinas de la Ciudad de México durante los años ochenta y algunos otros lo hacían en pulquerías de mala muerte y hasta en prostíbulos. He escuchado a muchos autores presumir la cantidad de presentaciones que lleva alguna de sus obras, y como escritor no puedo más que envidiarlos pues en mi falta de ambición la única relación que me une a un libro es la que establezco con él para escribirlo o leerlo.

El caso es que uno acude a los rituales bibliográficos como si acudiera a una boda o a un bautizo, y hay hasta quienes salen comentando la calidad de la comida y la abundancia de cerveza o vino; yo confieso que he abandonado el recinto sagrado de la presentación de algún libro en pleno abuso de mis dificultades mentales, ya sea por haber trasegado alcohol inmoderadamente, o bien ebrio de melcocha y cursilería.

Alguna vez estuve al frente de un taller literario que funcionaba por el rumbo del Pedregal de San Ángel, en México, al que acudían mujeres de la más rancia burguesía. Muchas de ellas tenían la ambición de escribir un libro para presentarlo donde se pudiera, con lo cual abrí los ojos a la realidad de mi profesión. Desde entonces supe que el verdadero compromiso literario se establece con ese momento crucial donde tres o cuatro personas ponderan las virtudes de un libro que ni siquiera han leído. No podría ser de otra manera en un país de gente que no lee.

La práctica de las presentaciones de libros ha traído nuevas tradiciones de convivencia. Los antiguos pax-tragos (como se les dice en Yucatán a los gorrones de trago) han tenido que cambiar su pasatiempo y ahora son pax-presentacionesdelibros, aunque esta práctica les resulte insuficientemente emocionante, pues no tiene sentido ir a donde uno no está invitado sin que exista el riesgo de sufrir algún rechazo; el artilugio de colarse a una fiesta sin invitación y hasta de bailar el vals con la novia o con la quinceañera, tenían, para el gorrón, un encanto especial; en ese sentido las presentaciones no ofrecen barreras que flanquear ni tienen el gozo de la transgresión: nadie está invitado a la presentación de un libro, pero nadie tampoco es excluido de ella (tengo, sin embargo, información de una conocida mafia literaria que enviaba a indigentes y oligofrénicos a las presentaciones de libros de sus enemigos, para sabotearlas).

En el proceso de socialización, uno aprende las mañas y los intríngulis que implica acudir a la presentación de un libro, tanto si se acude por interés legítimo, como si se va por compromiso. Se sabe que cuando uno de los presentadores se deshace en elogios, es porque ni siquiera ha abierto la obra. Otras estrategias al respecto se encaminan a ponderar al autor, y la táctica del anecdotario es siempre eficaz y sencilla para cumplir con creces. Las epístolas llenas de lugares comunes, en las que se habla de las emociones causadas por una obra que no se ha leído, son una innovación reciente que pronto se pondrá de moda; al fin y al cabo nadie se dará cuenta que alguno de los comentaristas no tiene la menor idea del libro que se está reseñando. Como quinceañeras, muchos autores sueñan con la(s) presentación(es) de su obra, y ven en el acto su consagración efímera, maravillosamente provisional y perversamente inútil. Pocos escritores, sin embargo, acuden pudorosamente a la presentación de sus libros, buscando la posibilidad siempre amenazadora de confrontarse con ese compañero sin cara que es el lector: su cómplice, su semejante.

jueves, 26 de agosto de 2010

PÓNGASE EN NUESTRO LUGAR, DON FELIPE…



Quisiera comenzar expresando mi respeto por los millones de personas que legítimamente votaron por Usted en un acto de congruencia ideológica durante las pasadas elecciones presidenciales, aunque muchas de ellas no tengan ningún respeto y tolerancia para con el que piensa diferente.


Y digo legítimamente, Don Felipe, porque buena parte de los sufragios en su favor no fue producto del convencimiento sino de la coerción moral y emocional (esas personas no me merecen ninguna consideración). Esos votos, sin embargo, debieron haber sembrado en Usted algunos pudores mínimos y algún compromiso con respecto de esa masa electoral que sufragó malamente en su favor. Pero no. El asunto estaba viciado de origen y las evidencias son más claras día con día, por eso Usted empieza a enfrentar los reclamos de una ciudadanía vejada (como en el caso de doña María Dávila, la madre de dos muchachos juarenses asesinados a finales de enero, quien le interpeló pronunciando la frase que da título a estas líneas).


Aceptando, sin conceder, que Usted haya ganado las elecciones en el 2006, su supuesta ventaja de medio punto porcentual debió haberle movido a la prudencia. Pero no. Usted sigue pensando que se le dio un cheque en blanco y ha gobernado nuestro país (mucho más mío que suyo) con una gran impericia, pero sobre todo con la sobrecogedora insensibilidad de un gerente bancario.


Antes de continuar, permítame decirle tres cosas, Don Felipe: la primera es que soy un poeta que ha entendido la diferencia razonable entre el mutismo cómplice y el silencio revelador, por eso me tomo el atrevimiento de interpelarle desde estas líneas; la segunda es que no soy miembro ni simpatizante de partido político alguno y, por tanto, mi protesta es la de un ciudadano más corriente que común; la tercera es que no estoy ligado a ningún grupo de poder y que la cercanía con los poderosos me resulta más bien alérgica, por eso me mantengo lejos de ellos.


Puestas mis cartas sobre la mesa, quisiera explicarle por qué pienso que este país es más mío que suyo. En principio, a mí me parece que Usted se levanta todas las mañanas con la mente y los ojos puestos lejos de aquí; sus declaraciones, sus discursos, el artículo que Usted publicó recientemente en un periódico japonés y hasta el pastelazo de hace algunas semanas, me permiten ver un cierto dejo de frivolidad en el manejo de una nación como la nuestra, dramáticamente resquebrajada en todos sus órdenes y prácticamente en estado de guerra en algunas regiones.


Siendo justos, yo diría que Usted no es precisamente el culpable de este deterioro, pero sí de que ahora vivamos en un estado crítico, casi al borde del desahucio, en medio de la violencia generalizada, la barbarie, la pobreza galopante y el miedo, con un descrédito terrible a nivel internacional, con los peores niveles educativos jamás vistos en el país, con una inflación y una pobreza que nos lastiman pero, sobre todo, con una gran desesperanza.

No, Don Felipe, no tengo ningún interés en ofenderle. No me siento bien diciéndole esto que le digo, pues, chueco o derecho, Usted es el Presidente de mi país y a mí, como ciudadano de a pie, no me interesa tanto quién gobierne, sino que lo haga bien en la medida de sus posibilidades.


Permítame, sin embargo, decirle que Usted lo ha hecho mal, más allá de las condiciones internacionales a las que oficiosamente su equipo de gobierno ha querido culpar para justificar las malas condiciones en que estamos viviendo. A pesar de todo esto, Usted se empecina en seguir por el mismo camino, sin importarle el enojo de muchos ciudadanos que, como doña María Dávila, no entienden por qué se nos arranca de las manos el poco porvenir que nos queda.


¿Cómo le explico, Don Felipe, el daño que nos ha hecho? Miro en los periódicos las fotografías de algunos familiares de los jóvenes masacrados en Ciudad Juárez (a quienes Usted acusó de pandilleros), me impresiona el dolor seco de una madre que llora frente al féretro de su hijo. Esa mujer es mi patria, llena de lágrimas duras, desgarrada, desmadrada… por los intereses a los que Usted sirve.


Pero para qué hablarle de La Patria, Don Felipe, si Usted no mira en ella más que una especie de tendejón donde se pueden hacer buenos negocios, especialmente con los veneros de petróleo que nos escriturara el diablo, según lo dijo el poeta jerezano. Esta patria que alguna vez fuera suave y diáfana a pesar de los dolores de parto que le dejó la Revolución, ahora es dura y amarga, triste y hambrienta.


Y es que todo se nos ha ido arrancando poco a poco: la seguridad, el orgullo y aún la gloria de haberle dado al mundo el prodigio del maíz, que ahora Usted quiere transgénico para que pronto paguemos por él derechos de autor a las compañías transnacionales.


De verdad, Don Felipe, que me gustaría decirle otras cosas; de verdad que me gustaría felicitarlo calurosamente, aun estando en la antípoda ideológica de lo que Usted piensa (en la universidad aprendí que la ideología es un claroscuro de verdad y engaño, y desde entonces no peleo con nadie por razones ideológicas). Usted ha querido gobernar de espaldas al pueblo y todo le ha salido mal.


No he querido que esta interpelación sea un acto de rabia, pero sí el reclamo legítimo de alguien que sospecha que detrás de tanta impericia hay beneficiarios. No busco conmoverle. No busco hacerle pensar. No aspiro a que su corazón de gerente divisional de un gran consorcio le dé la mano a su alma piadosa. Sólo soy un poeta al que le gusta meterse en camisa de once varas; sólo soy uno más de los millones de hombres lastimados por Usted.


He decidido terminar abruptamente esta especie de elegía involuntaria para no comenzar una larga letanía que haga el recuento del desastre. Sé que sus oídos lejanos no escucharán este reclamo, pero sé que otros oídos lo harán suyo, como yo hago mía la interpelación de doña María Dávila a su persona. Eso, sin embargo, no me reconforta.



Atentamente.

domingo, 22 de agosto de 2010

VALLADOLID EN UN BOLERO

Los viejos deben recordarlo; se llamaba Juan Pío Aguilar y Novelo, era hermano de mi abuela y fue el mejor longanicero vallisoletano de todos los tiempos. Apenas en mi memoria lo veo llegar a la casa, bajito, regordete, con una camiseta de algodón y un pañuelo rojo en el cuello. Era un tío consentidor, un poco locuaz, mujeriego y bebedor profundo.

—Anda a descansar, Juan, ya estás muy tomado, le decía mi abuela y él sólo cantaba un bolero de cuyos versos nunca me olvidé: “... si rodando los dos por el mundo/ un encuentro nos diera el acaso/ sólo un beso, tal vez un abrazo/ te daré nada más te daré...”

Valladolid tenía en ese tiempo un olor muy especial. Era 1962 o 1963 y la Feria de la Candelaria era un poco un asunto de inocencia donde se perdían virginidades y dineros. Recuerdo que iba de la mano de mi padre de San Juan hacia el centro, como arrobado por la claridad, cual si la luz me descubriese o como si ella se desnudara para mí.

No sabría decir si en alguna de esas mañanas conocí el gozo y la nostalgia; el caso es que en mí se quedaron las pieles extrañas de las muchachas y los ojos como hechos de sorpresa. Por eso, esta mañana, el radio dominical del vecino que siempre me despierta con rumores de danzón, como lo hacía mi padre hace cuarenta años, me llevó a las calles llenas de puestos, al olor a cera y al temor a Dios de aquel primer recuerdo vallisoletano; me llevó a ver a mi hermana con su vestido blanco, a mi hermano Marco (muy pequeñito y llorando) y al tío Juan lleno de burbujas, cantando aquel viejo bolero: “... humanidad/ yo de sangre te he visto teñir/ pobrecito del mundo/ pobrecito de mí...”

Haber crecido en México sólo hizo más grande mi corazón para que en él cupiera la distancia; ahora que vivo en Yucatán, encuentro que es exactamente igual la longitud del estar y del no estar, y es mía el ansia del aquí y del allá, tanto como la del ir o del quedarse.

Amo Valladolid por todo lo aromado que ha dejado como impronta en mi forma de mirar el mundo; habré de ir un día de estos a visitar la tumba de mi padre y a llorar un poco. Por hoy, la radio dominical de mi vecino trajo a mi memoria la tarde en que mi tío Juan llegó a casa de mi abuela, descargando su sombra y cantando aquel viejo bolero de Alberto Domínguez: “humanidad/ hoy de ti me separa el deber/ quiera Dios que mañana/ nos volvamos a ver...”

sábado, 14 de agosto de 2010

TRATADO MINÚSCULO SOBRE LA BELLEZA


Quizá los ojos sólo sean ese lugar donde lo bello y lo terrible cruzan sus caminos. Cuando el arte ha dejado de ser bello; cuando propositivamente el artista busca la quiebra del efecto estético, la mirada nos rescata de la oralidad secreta con que nos llenamos de asco por el mundo.


Rilke lo supo cuando definió la belleza como aquella circunstancia terrible que se encuentra en la frontera de lo que podemos soportar, de ahí que lo bello sea en realidad una forma específica de lo siniestro que, según Schelling, debiendo permanecer oculto, se revela ante nuestra conciencia para generar un desasosiego profundo.


La paradoja de lo bello es que se constituye como un placer ligado al vértigo y a la extraña sensación derivada de la ambivalencia que supone la posesión de algo que ineludiblemente nos resulta ajeno porque se nos revela con la misma fuerza con que se nos esconde.


Para Kant, el desasosiego que produce nuestro contacto con lo bello tiene que ver con una sensación de infinitud que se apodera de nosotros que, al fin y al cabo, somos seres finitos. La estética nos hace sensibles a lo que no está al alcance de nuestra manera de vivir, por eso lo bello no se cumple como el goce simple de nuestros sentidos y su vocación última es precisamente lo sublime.


Toda belleza tiene siempre algo de grotesco y de imaginario, lo cual permite el despliegue de nuestra energía erótica. La vocación rilkeana de Eduardo Lizalde lo llevó a afirmar, en uno de sus versos más célebres, la condición estricta de la aniquilación por lo sublime: “Bellísima: no soporto su amor…”


La vocación contemplativa que genera en nosotros la experiencia de lo bello, queda plenamente contradicha cuando esa belleza está cifrada en lo siniestro que hace que los ojos sean más que ojos en el temblor y la ansiedad. Toda mirada entonces es una alegoría de la distancia y todo placer es una metáfora de nuestra sombra.


De ahí en adelante todo puede pasar: los abismos se desbordan y nos mojan los pies, las sirenas suben al cielo, los ojos se nos caen, la sangre se diluye, el tiempo se vuelve fetichista, la luz deviene una espiral sin sueño. Nada nos traduce a ningún signo y nuestra piel se vuelve una casaca maligna… Los ojos se nos caen, las miradas se nos caen, la vida se nos cae…

miércoles, 11 de agosto de 2010

LOS COSMÉTICOS Y LAS MUERTAS

Como si la violencia en nuestro país fuera sólo una ficción hollywoodense, la compañía de cosméticos Estée Lauder lanzó una línea de maquillaje alusiva a las muertas de Ciudad Juárez.

Con nombres como “Juárez”, “Pueblo fantasma”, “Fábrica”, “Páramo” y algunos otros, la campaña publicitaria de estos productos usaba imágenes de mujeres cuyo aspecto era el de almas en pena, en una clara alusión a la tragedia que desde hace varios lustros azota a la ciudad fronteriza del norte de nuestro país. Lo que para los juarences es un drama de enormes proporciones, para esta compañía y sus publicistas es un asunto de glamur y superficialidad.

Desde siempre, la publicidad se ha valido de diversas artimañas para propiciar el consumo de los productos más inverosímiles. En algunos casos se han documentado estrategias promocionales ingeniosas y hasta con alguna gracia y plasticidad, pero la publicidad siempre y necesariamente será engañosa, pues tal es su naturaleza.

En el caso de la compañía Estée Lauder, existen antecedentes de campañas de “contenido social” y “de consciencia ecológica” (las comillas no sólo indican una ironía, sino también una duda razonable para averiguar lo que entienden los publicistas por ambas nociones), encaminadas a difundir la importancia que tiene la prevención en enfermedades como por ejemplo el cáncer de mama.

El carácter tramposo de todos esos afanes emerge cuando los ejecutivos autorizan una campaña como la que se alude en estas líneas, pues se necesita tener muy mala consciencia y un pésimo sentido del pudor para ofertar un producto burlándose de una tragedia que no sólo es nacional, sino, cabalmente, un crimen contra la humanidad.

Aunque MAC Cosmetics, la compañía fabricante de los productos de marras, ya ofreció donar 100 mil dólares a no se sabe qué organismo civil de Ciudad Juárez para cooperar en la lucha en contra de la violencia (así, violencia en abstracto), la campaña es una agresión más a la memoria de todas las víctimas y una muestra de la insensibilidad que rige a la economía de mercado, que todo lo trivializa y pisotea con tal de obtener el mayor lucro posible.

Este país se nos escapa de las manos todos los días, y aunque nos estamos volviendo insensibles a la violencia, todavía hay voces que se levantan para protestar en contra de estos atropellos. Hasta donde se sabe, este asunto comenzó a ventilarse a través de las redes sociales y finalmente llegó a la llamada sociedad civil, donde algunas organizaciones defensoras de los Derechos Humanos han alzado la voz.

Desde hace tres años, Ciudad Juárez es la población más violenta del orbe; pareciera que ahí la muerte hubiese fijado su residencia. Mofarse de lo que ahí sucede es una acción criminal.

Entiendo que la compañía de marras es de origen norteamericano y, por tanto, jamás se atrevería a sacar un producto alusivo a alguna de sus tragedias nacionales. No veo a Estée Lauder promoviendo un bronceador que se llame “Torres Gemelas”, un delineador que se llame “Cenizas de Septiembre” o un lápiz labial llamado “Zona Cero”. Ojalá y quienes consumen los productos de esta empresa decidan un boicot en contra de la misma, pues ya es vejatorio que las víctimas del feminicidio no tengan justicia como para que todavía haya quien, como es el caso de esta compañía y sus agentes publicitarios, se burle de ellas. Tal vez, sin embargo, no podríamos esperar menos, cuando el propio Felipe Calderón se ha burlado de Ciudad Juárez sin la más mínima piedad cristiana.