EL ALBUR
JOSÉ DÍAZ CERVERA
Estirar las posibilidades del
lenguaje, hacer más elástica la significación, romper la solemnidad de la
palabra hegemónica y homenajear la inteligencia del interlocutor, todo ello
cabe en esa práctica típica de la Ciudad de México a la que se le conoce como
“albur”, en la que —además— se condensa una manera de la subjetividad que se
expresa incluso más allá del doble sentido y el insulto procaz (que, por
cierto, está proscrito de esa práctica).
Definido
como una especie de “ajedrez mental”, el albur tiene un origen misterioso
aunque algunos afirman que su práctica data de la época prehispánica, cuando
los esclavos utilizaban el lenguaje consuetudinario de una manera que sólo
podía ser entendida por otros esclavos, para poder así comunicarse entre ellos
con una mínima posibilidad de que su verdadero objetivo de comunicación sea
comprendido por el poderoso. El albur es entonces un lenguaje subalterno que
funciona a partir de la apropiación que una clase social hace de la lengua
oficial, apropiación que, sin embargo, tiene como condición necesaria la
agilidad mental de los interlocutores.
El
albur rompe los protocolos del lenguaje y le da a todo una connotación sexual,
misma que ha dejado de ser patrimonio exclusivo del varón pues hoy día el albur
también es practicado por las mujeres y una de sus exponentes más notables es
Lourdes Ruíz, vendedora ambulante del barrio de Tepito, quien además imparte
cursos y seminarios de albures finos en la Ciudad de México.
Sin
embargo, el juego sexoso del albur, al referir la acción de penetrar o ser
penetrado, va más allá de sí mismo y se convierte en una práctica de esgrima en
el que se enredan dos inteligencias cuya sagacidad se mide por la capacidad de
producir un sentido altamente ingenioso debajo de un mensaje cuyo aspecto
verbal es aparentemente consuetudinario.
El
albur entonces se convierte en una fiesta del lenguaje, mismo que adquiere
connotaciones de carácter fálico. Allí la palabra jode para reafirmar una forma
de la masculinidad, pero también saca ventajas ante quien no domina el código,
volviéndolo delirante y carnavalesco en el sentido en que Bajtin desarrolló el
concepto.
El
albur es tan difícil como fascinante; a veces es tan rebuscado que uno puede
pasar años descifrando el retruécano, y para muestra dejo sólo este botón, en
este diálogo escuchado en el mercado de Portales y que yo comprendí después de
varios meses:
—Se
me antoja una empanada de langosta.
—¿En
Pino Suárez?