jueves, 30 de diciembre de 2010

RIGOLETITO


Probablemente el patio era mucho menos largo de lo que puedo recordar, aunque ahí pasé algunas horas de aprendizaje doloroso (el balón de futbol que me golpeó en la nariz sigue volando por el aire de alguna mañana veraniega, con unas gotas de mi sangre entre sus gajos).


Aquella tarde, sin embargo, con mi elegantísimo pantalón de dacrón café, fui a la casa de mi tío Enrique, de la mano de mi padre, a su fiesta de cumpleaños. Y sí, en un rincón de aquel patio, unos hombres habían dispuesto lo necesario para amenizar la celebración. Minutos después, las trompetas, los timbales y el rascabuche llenaban el aire de una fantasía maravillosa, y ese niño apocado y llorón se detuvo por unos minutos a contemplar aquel prodigio, arrobado ante un hombre que tocaba las claves y olvidando la recomendación de vigilar que no se ensucie su elegantísimo pantalón café.


No sé si fueron años o segundos los que transcurrieron, pero esa melodía quedó como troquelada en mi memoria, y hoy día no puedo escuchar ningún danzón sin que me muerda la nostalgia.


Todavía recuerdo a mi padre con su traje negro de lana, bailando con mi madre al ritmo cadencioso de la música. Aquel patio donde jugábamos futbol, se convirtió esa tarde en una pista de baile donde las parejas se conocían y se reconocían, cambiando miradas, intercambiando respiraciones y olores, en una especie de batalla florida donde los cuerpos ensayan sus posibilidades.


Años después supe que esa música, que de cuando en cuando mi papá escuchaba en su consola “Punto Azul” (la marca alemana más prestigiosa de esos artefactos), era vista por muchos con un gran desdén, pues en ella había quedado depositada una suerte de identidad propia de los bajos fondos.


Pero a mis cuatro años de niño con la sensibilidad en su lugar, el ritmo pausado de las claves no pasó de largo. Es cierto que en México el danzón tomó carta de naturalización hasta convertirse en parte sustancial de nuestra cultura popular, es cierto también que algunas orquestas mexicanas hicieron de ese ritmo un bodrio insufrible (aunque también hay danzones mexicanos de gran calidad), pero esa fuerza con la que hace más de cien años Miguel Failde se apropió de la contradanza que los criollos practicaban a mediados del siglo XIX, en Cuba y algunos otros países de la región, sigue teniendo una vitalidad insospechada en la Ciudad de México (donde todavía hay salones y parques en los que una vez por semana se toca y baila exclusivamente ese ritmo), en Veracruz y en Mérida (donde todavía quedan algunos bailadores notables).


Por eso, cuando en un supermercado de la Ciudad de México se ofreció en promoción una serie de discos compactos de música popular, no dudé en buscar fervorosamente a Acerina y su danzonera, pues seguramente ahí encontraría una tarde de mi primera infancia detenida en el compás de algún danzón o en el silencio absoluto que se forja entre el golpe de las claves.


Y sí, cuando las trompetas entonan las primeras notas de “Rigoletito” (una apropiación maravillosa de la música de Verdi), un olor lejano me transporta a otro tiempo donde intuí que el mundo era mucho más que defenderse de la mezquindad y de la mala leche. Desde entonces entendí que hay cuatro minutos en la vida de los hombres donde todo adquiere sentido, y donde el tiempo del cálculo y la sinrazón quedan pospuestos hasta nuevo aviso.


Manos que se tocan, cuerpos rozándose, caderas que son una promesa, pies que se convierten en pájaros de asombro. Todo cabe en las dos sílabas sencillas del verbo bailar, cuando dos personas sincronizan sus mundos al ritmo de un danzón.


Y porque Yucatán fue el vector de ese ritmo en México y prácticamente en toda América Latina, hago votos para que nuestras autoridades culturales promuevan y rescaten la interpretación y la práctica bailable del danzón, tal y como se hace en México y en Veracruz, y al parecer (de manera muy reciente) en La Habana, donde está a punto de perderse.


Hace muchos años que no escucho un danzón en Mérida, y creo que sólo la Banda Municipal de Valladolid tiene entre su repertorio común algunos danzones; a fin de cuentas, a través del danzón se ejerce una forma de la sensualidad mediante la cual testimoniamos los niveles de refinamiento que somos capaces de adquirir.


La vieja práctica de bailar danzón sobre un ladrillo, más que un alarde de destreza, debe verse como una metáfora sutil de todo lo que puede caber en un paso de baile. Ahí el danzón nos hace nuevos y nos regala algunos minutos de armonía con el cosmos.


sábado, 11 de diciembre de 2010

SOBRE LA ELEGANCIA


No es, desde luego, el detalle de unos calcetines dispuestos magistralmente “entre el zapato y el pantalón”, como decía aquel antiguo anuncio comercial. Tampoco está en esa extraña habilidad que algunos tienen para combinar el tono exacto con la textura adecuada en la dosis precisa. La verdadera elegancia está en la sencillez funcional con que las cosas se disponen ante nuestros ojos.


La elegancia entonces opera a partir de una especie de ambivalencia que involucra tanto al objeto como a quien lo mira. Lo elegante es elegante porque nos incita al ejercicio generoso de mirar con elegancia.


Por eso las miradas más elegantes son las de los filósofos, las de los científicos y las de los poetas, pues a través de ellas los ojos ejercitan esos dones estetizantes que permiten al mundo mostrarse de una manera especial que hace visible esa coquetería de las cosas que nos empujan a conocerlas.


Me pregunto entonces cuánta elegancia habrá percibido Einstein en el universo para ir tras él hasta arrancarle el secreto de la Teoría General de la Relatividad y qué tan seductora habrá resultado la nostalgia a los ojos de Emilio Ballagas para escribir un poema tan prodigioso como “Nocturno y Elegía”.


¿Qué tan provocativa pudo haber sido la razón humana para que Kant escribiera las ochocientas páginas de la “Crítica de la Razón Pura”? ¿Qué hermosa habrá sido la luz a los ojos de Erwin Schrödinger para imaginar el universo de lo infinitamente pequeño?


Ya sea que pensemos el tiempo como una línea continua o que lo imaginemos como un conjunto de instantes entre los cuales lo único que subsiste es la eternidad, algo debe tener de especial esa dimensión de nuestra vida para que nuestro pensamiento se ocupe de ella de maneras muy diversas. El tiempo es seductor, y por eso sólo nos podemos acercar a él con una mirada seductora, tal y como lo ha hecho Stephen Hawking durante décadas en las que ha logrado esbozar algunas interpretaciones, para entenderlo un poco más allá de la escala estrictamente humana.


Y es que la relación entre conocimiento y admiración (que durante muchos años se constituyó como una especie de tabú entre los hombres de ciencia) ahora parece encontrar acomodos más propios en un esquema de conocimiento que acaba por abrirse al universo de las metáforas. Así el científico y el filósofo se han acercado al trabajo del poeta como un recurso maravilloso para salir de los atolladeros a los que una ciencia de vocación positivista y una filosofía aporética los han llevado.


En reciprocidad, el poeta ha ido aprendiendo a mirar el mundo de manera más elegante en la medida en que hace el esfuerzo de pensar con orden; así su lirismo se ha hecho más profundo y su quehacer más prístino.


Vivimos un tiempo complejo y, por tanto, confuso. A veces la corrupción está más cerca de nosotros de lo que pensamos y nuestra actitud ignorante se vuelve una inmoralidad en la medida en que nos acomodamos en ella. Tendríamos que reflexionar qué tanta distancia hay entre quien se instala en su falta de lucidez, quien trata de corromper a un funcionario y quien se emplea como sicario del Crimen Organizado; desde luego que hay perspectivas que nos hacen ver en estas tres acciones escalas absolutamente distintas. Pero hay algún punto de vista donde estas escalas parecen diluirse porque las tres contaminan el mundo.


Negarse a comprender la realidad en que se vive no es entonces una acción inocua. Martí decía que es más fácil morir heroicamente que pensar con orden y en ello vemos esa elegancia con la que el prócer cubano miraba el mundo. Su muerte entonces no es más que el fruto magno de su forma pararse ante la realidad para admirarla. Cuando uno mira una fotografía de Martí, mira el fino espectáculo del hombre frente al mundo.