A los diez años fui mordido por el perro de un vecino, y el resultado del percance fue una serie de visitas al antirrábico: una del can para comprobar que no tuviera ningún síntoma extraño y que además estuvieran al día sus vacunas, y varias mías para que los médicos observaran la evolución de mis heridas que, por lo demás, eran muy discretas.
Después de llevarme en un par de ocasiones en las que los doctores sólo me alzaban la playera y observaban rápidamente con una lupa los mínimos agujeros dejados en mi vientre por el doberman, mi padre le encargó la tarea a don Carmelo, quien pasó por mí dos veces para llevarme y traerme en su taxi. Esto hizo que don Carmelo y yo nos hiciéramos amigos.
Diez años más tarde, al regresar de la universidad y después de entregar un trabajo de fin de semestre, mientras bajaba de mi cochecito azul, un mini-taxi se detuvo junto a mí.
—Ese mi Pepe… qué color —dijo con voz ronca el chofer en quien enseguida reconocí a don Carmelo.
Y es que enfrente de mi casa vivía doña Lupita, madre de mi cuñado y a la sazón hermana de aquel hombre tan noble como desmadroso.
—Sube —me dijo—, acompáñame a dar una vuelta, orita regresamos.
Cerré mi carro y subí al taxi de don Carmelo, quien me dijo que había ido a visitar a su hermana, pero que no halló a nadie en la casa. Tomamos rumbo a Río Churubusco, hacia el aeropuerto, y llegamos a Aculco, donde nos detuvimos muy brevemente a buscar unos papeles relacionados con su permiso de taxista; de ahí, según me había anticipado, nos fuimos al “melón”.
La verdad es que don Carmelo era un hombre ingenioso, hijo de los viejos barrios de la Ciudad de México. Todo en él era anécdota, picardía y metáfora; así que cuando me dijo que iríamos al “melón” yo preferí no pensar nada, pues seguramente acabaríamos en un sitio absolutamente inverosímil.
Y así fue. Siguiendo algunas callejuelas adyacentes al mercado de Aculco, llegamos a “El Mexicano”, una de sus pulquerías preferidas.
Recuerdo que en la puerta del lugar y sobre la banqueta, una paila muy grande crepitaba despidiendo un olor delicioso. Adentro, una barra larguísima abrió mis ojos a una gama muy amplia de colores intensos que anunciaban la variedad de “curados” que ahí se expendían.
—Una “catrina” de ajo y un chamorro con muchas gordas —dijo don Carmelo con la autoridad de un parroquiano de polendas. —También traime a Rosendo y unos ayocotes acompletadores.
Mirando todo lo que sucedía a mi alrededor, y escuchando una jerga para mí ininteligible, me sentía en una especie de dimensión onírica donde todo tenía otro sentido.
Me acerqué entonces a los vitroleros que contenían los “curados”, y pedí uno de piña en la dosis de menor cantidad que pudieran servirme. Al fondo se escuchaba una marimba interpretando un danzón.
Minutos después, el mesero llegó con el pedido: un tarro grande de pulque para don Carmelo, un chamorro, unas tortillas de mano, un molcajetote con salsa roja muy picante, un platón con arroz, dos cazuelas de barro con frijoles de la olla y un vasito en forma de barril con mi “curado” de piña.
Entonces comprendí casi todo lo que don Carmelo le había pedido al mesero: la “catrina” era el tamaño del tarro (poco más de un litro), las gordas eran las tortillas, “traime a Rosendo” era una forma de decir “”tráeme arroz”, los ayocotes son los frijoles y lo de “acompletadores” era un albur para el mesero. Pero el ajo…
—A chingá chingá —le dije a don Carmelo—, a poco se está echando un “curado” de ajo…
—Sí, mi Pepe —me contestó—; de a jodido…
Después de llevarme en un par de ocasiones en las que los doctores sólo me alzaban la playera y observaban rápidamente con una lupa los mínimos agujeros dejados en mi vientre por el doberman, mi padre le encargó la tarea a don Carmelo, quien pasó por mí dos veces para llevarme y traerme en su taxi. Esto hizo que don Carmelo y yo nos hiciéramos amigos.
Diez años más tarde, al regresar de la universidad y después de entregar un trabajo de fin de semestre, mientras bajaba de mi cochecito azul, un mini-taxi se detuvo junto a mí.
—Ese mi Pepe… qué color —dijo con voz ronca el chofer en quien enseguida reconocí a don Carmelo.
Y es que enfrente de mi casa vivía doña Lupita, madre de mi cuñado y a la sazón hermana de aquel hombre tan noble como desmadroso.
—Sube —me dijo—, acompáñame a dar una vuelta, orita regresamos.
Cerré mi carro y subí al taxi de don Carmelo, quien me dijo que había ido a visitar a su hermana, pero que no halló a nadie en la casa. Tomamos rumbo a Río Churubusco, hacia el aeropuerto, y llegamos a Aculco, donde nos detuvimos muy brevemente a buscar unos papeles relacionados con su permiso de taxista; de ahí, según me había anticipado, nos fuimos al “melón”.
La verdad es que don Carmelo era un hombre ingenioso, hijo de los viejos barrios de la Ciudad de México. Todo en él era anécdota, picardía y metáfora; así que cuando me dijo que iríamos al “melón” yo preferí no pensar nada, pues seguramente acabaríamos en un sitio absolutamente inverosímil.
Y así fue. Siguiendo algunas callejuelas adyacentes al mercado de Aculco, llegamos a “El Mexicano”, una de sus pulquerías preferidas.
Recuerdo que en la puerta del lugar y sobre la banqueta, una paila muy grande crepitaba despidiendo un olor delicioso. Adentro, una barra larguísima abrió mis ojos a una gama muy amplia de colores intensos que anunciaban la variedad de “curados” que ahí se expendían.
—Una “catrina” de ajo y un chamorro con muchas gordas —dijo don Carmelo con la autoridad de un parroquiano de polendas. —También traime a Rosendo y unos ayocotes acompletadores.
Mirando todo lo que sucedía a mi alrededor, y escuchando una jerga para mí ininteligible, me sentía en una especie de dimensión onírica donde todo tenía otro sentido.
Me acerqué entonces a los vitroleros que contenían los “curados”, y pedí uno de piña en la dosis de menor cantidad que pudieran servirme. Al fondo se escuchaba una marimba interpretando un danzón.
Minutos después, el mesero llegó con el pedido: un tarro grande de pulque para don Carmelo, un chamorro, unas tortillas de mano, un molcajetote con salsa roja muy picante, un platón con arroz, dos cazuelas de barro con frijoles de la olla y un vasito en forma de barril con mi “curado” de piña.
Entonces comprendí casi todo lo que don Carmelo le había pedido al mesero: la “catrina” era el tamaño del tarro (poco más de un litro), las gordas eran las tortillas, “traime a Rosendo” era una forma de decir “”tráeme arroz”, los ayocotes son los frijoles y lo de “acompletadores” era un albur para el mesero. Pero el ajo…
—A chingá chingá —le dije a don Carmelo—, a poco se está echando un “curado” de ajo…
—Sí, mi Pepe —me contestó—; de a jodido…