No sé si Kalimba, a quien nunca he tenido la oportunidad de escuchar como cantante, sea culpable o no de los delitos de los que se le acusa en el vecino Estado de Quintana Roo; hay una perspectiva desde la cual no me importa si es víctima de una trampa abyecta o simplemente de sus propias debilidades potenciadas por la impunidad que la televisión proporciona a muchos personajes. En todo caso, las autoridades competentes habrán de decidir y sólo deseo que lo hagan con honestidad y con base en datos específicos y absolutamente comprobables.
Más allá del morbo, sin embargo, hay un aspecto de este escándalo que no podemos dejar pasar, a través del cual se revela una trama más compleja que tiene que ver con la violencia de género. El caso “Kalimba” es interesante porque en él hay texturas discursivas que revelan el machismo prevaleciente en los medios electrónicos de comunicación, no sólo porque a través de ellos se ha emprendido una defensa oficiosa del cantante, sino porque la costumbre de litigar en los medios de comunicación se ha convertido en una herramienta muy eficaz para promover algunos valores que son patrimonio de los sectores más reaccionarios de nuestra sociedad.
Tenemos entonces un escenario donde dos muchachas acompañan al cantante de marras y a su equipo de trabajo a continuar el convivio en el hotel donde éstos se hospedaban; de ahí resulta la inferencia curiosa de que, por lo tanto, las dos mujeres, que además son menores de edad, no son dignas de crédito porque ninguna mujer decente se mete a un hotel con varios hombres a horas impropias de la madrugada.
Una vez que el asunto se sale de los terrenos de la legalidad, para ser juzgado en los terrenos de la decencia, todo lo demás resulta sencillo porque ahí operan los prejuicios y las opiniones y no los hechos observados objetivamente y los diagnósticos. Vemos entonces cómo a la principal acusadora, cuyo nombre no recuerdo, se le imputa la desgracia de haber sido violada por su padre (lo cual tal vez no tenga nada que ver con el caso en el terreno jurídico, pero resulta eficaz en el terreno mediático).
Sin descartar ninguna posibilidad, lo asombroso de este discurso de género es su textura fascista, pues aun cuando se piense la posibilidad de que Kalimba sea culpable del delito del que se le acusa, siempre quedará un residuo de coparticipación en la propia mujer que tienta a la suerte y provoca su desgracia.
Así, mientras los medios electrónicos se dan vuelo y saturan las pantallas del asunto, llenándose los bolsillos con mercancía malhabida, se promueve a nivel nacional un nuevo atentado contra la mujer —en esta ocasión simbólico—, que se une a la violencia de género en Juárez y el Estado de México, donde las muertes violentas de mujeres constituyen otra de las vergüenzas nacionales. En el colmo del cinismo, Rocío Sánchez Azuara (finísima persona de la televisión que pidió 25 años de cadena perpetua para un delincuente) ofreció a una de las víctimas (a cambio de una entrevista) la oportunidad de cumplir sus sueños como actriz de televisión, a decir de la conductora el anhelo dorado de la mayoría de las adolescentes mexicanas (al momento de escribir estas líneas se anunciaba en Televisa el inicio del programa de la inefable Laura Bozzo, con una emisión dedicada a este caso. ¡Faltaba más!).
Por mínimos pudores, la televisión mexicana debería sacar las manos de este asunto y dejar que las autoridades hagan su labor (recordemos que la televisión siempre se escuda en “lo que la gente quiere saber”, sin embargo guarda total hermetismo en otros asuntos, como el caso del secuestro de Fernández de Cevallos, donde la tv sí tuvo respeto y quizá hasta miedo de meter las narices); acusar, como se hizo en el programa de Patricia Chapoy, de “loca” a una de las presuntas víctimas, es un acto de violencia extrema perpetrado por alguien que dispone de un micrófono y un canal de proyección nacional, y que además tiene un fuerte influjo entre grandes sectores de la población.
Lo que asoma de todo esto es la posición de víctimas necesarias en la que se coloca a las mujeres a través de este caso, al hacerlas ejercer —como sucedió en Chetumal— un trabajo nocturno y en un lugar donde que se prohíbe la entrada a menores de edad teniendo ellas mismas esa condición; independientemente de eso, está la probable tragedia de la violación de una de las víctimas por parte de su padre, los maltratos recibidos por parte del novio, y una vida inestable que la convierte —como a muchas otras adolescentes en un país sin futuro— en presa fácil de criminales y tratantes de blancas en general.
Nada de eso, sin embargo, aparece en este show de enredos sexuales, donde dos muchachas (víctimas o no de una violación) se constituyen en una especie de paradigma del lugar que ocupa la mujer en nuestra sociedad.
No soy inocente, entiendo que muchos jóvenes se inician sexualmente a edades muy tempranas y que la sexualidad se ejerce a veces sin conciencia plena de todas sus implicaciones físicas y emocionales; no defiendo ni condeno a nadie en este caso, sólo denuncio lo lamentable de un discurso que pone a la mujer como una especie de amasijo donde la inocencia y la perversidad cohabitan sin pudor alguno. Ser menores de edad y trabajar en un lugar donde se venden bebidas alcohólicas, han hecho de las mujeres de este caso dos adolescentes pervertidas, según se desprende del discurso televisivo; de ellas, por lo tanto, se puede esperar cualquier cosa. Para la televisión y su sentido de la decencia, ellas no son víctimas sino victimarias, ésas son las premisas que la televisión usa para condenarlas sumariamente, con la complacencia de un público ávido de sangre donde el machismo lleva la voz cantante.