MEDITACIÓN DE SAN CRISTÓBAL
JOSÉ DÍAZ CERVERA
Frente a la Catedral, aguzando los ojos para mirar más allá de la niebla discreta, con el golpe helado del aire en mis mejillas, abro mis manos tratando de atrapar la penumbra.
Estoy en San Cristóbal de las Casas, escuchando el murmullo de algo que no logro identificar, mientras mis ojos siguen viajando hacia la nada.
Una mujer joven se me acerca precisamente en el momento en que mi hijo Rodrigo me comenta algo sobre el lugar; no, de ninguna manera tiene el talante de una muchacha indígena, aunque su aspecto me recuerda el de los tamborileros del centro de Mérida. —¿Son ustedes artesanos? —preguntó, mientras mi hijo y yo nos mirábamos sorprendidos; en realidad, la pregunta de la joven era sólo un pretexto para pedirnos que nos moviéramos de ese sitio en el que justamente ella decía tener un permiso especial del Ayuntamiento coleto para desarrollar un espectáculo de música y tambores.
Al darse cuenta del exabrupto, uno de sus compañeros se acercó y le dijo que ella no tenía ningún derecho de quitarnos de ahí, y que, en todo caso, ellos deberían esperar unos minutos mientras mi hijo y yo nos moviéramos para, ahora sí, instalarse ellos en el lugar.
Así, en la plaza oscura, mientras las mujeres iluminan con lámparas de mano las mercaderías que expenden a los miles de turistas que por ahí circulan, me cuesta trabajo imaginar aquellas horas primeras de 1994, cuando el EZLN irrumpió en la historia de nuestro país, precisamente el día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Abro mis manos tratando de atrapar la penumbra, mis ojos ya no van hacia la nada, los murmullos ahora son la analogía del silencio y éste se constituye como la primera lección del largo aprendizaje de la resistencia: ¿cómo comprender, con los ojos de un hombre del año 2011 que sólo anhela que no lo derroten el cansancio y la desesperanza, esos sucesos de 1994?
La radicalidad no tiene grados aunque sí maneras. Un grito no es más radical que millones de silencios. La comprensión del mundo es el acto radical por antonomasia. Se es radical o no se es.
¿Qué no comprendo de lo que aquí sucede?
En unos días se cumplirán 18 años del levantamiento zapatista en La Selva y en Los Altos de Chiapas, pero la fuerza, las implicaciones, los alcances y toda la prospección del movimiento aún no aparecen del todo ante nuestros ojos.
Es claro que algo se teje lentamente mientras se va desenmarañando una forma de opresión que se gestó durante siglos. Hay urgencia, sin duda, pero no precipitación. Nada se intentará hasta que cada parte del proyecto se haya integrado plenamente a la visión de los indios, y eso supone una gran lección del zapatismo para el mundo.
El sueño de un país mejor: sin sangre, sin injusticia y sin desamparo, tiene en la resistencia su mejor manera de luchar, sobre todo cuando el poder se ejerce de manera facciosa y fascistoide.
Más allá de la figura del Sub-Comandante Marcos y de su importancia mediática para darle presencia al movimiento, las reflexiones de los propios indios, su visión del mundo, su cultura y la forma en que han ido integrando el movimiento (heroica desde cualquier punto de vista), nos dan pie para pensar que, después de 18 años, el zapatismo es un movimiento en gestión que aun los propios zapatistas están muy lejos de comprender.
Ahí hay una gran revolución humana que, como todas las grandes revoluciones, tiene de todo (simpatizantes, adherentes, enemigos, etc.). La apropiación que del movimiento hacen personajes como la muchacha de la que hablé líneas arriba es ciertamente preocupante, pEro las formas abiertas o disfrazadas de represión constituyen la mayor amenaza para este zapatismo que se consolida mediante el valor de la perseverancia (la otra amenaza, la del relevo generacional, parece ir conjurándose poco a poco).
Mientras muchos gobiernos y organismos muy diversos piensan (muchas veces de muy buena fe) en la necesidad de empoderar a las mujeres, a los niños, a los propios indígenas, etc., los zapatistas parecen ser verdaderamente radicales cuando plantean el propio principio del poder como problema humano, y el despropósito de creer que el progreso y el desarrollo constituyen la finalidad de la historia. A fin de cuentas, las pugnas por el poder y los proyectos de desarrollo, sólo han servido para joder a los más pobres del mundo.
Así, frente a la Catedral de San Cristóbal, aguzando los ojos para mirar más allá de la niebla discreta, miro cruzar a Fray Bartolomé, hablando del “Derecho de Gentes”, ése que ahora reclaman de manera más radical las mujeres y hombres que están a mi alrededor vendiendo blusas, gorras, pulseras y artesanías diversas; ese mismo derecho que pisotearán otros en nombre del propio zapatismo, sin que los propios indios tengan la culpa de toda la mala fe que empleamos para no hacer el intento por entender el espíritu profundo de su movimiento.