La discusión apenas empieza a tomar forma (tal y como debe acontecer con las buenas discusiones). Lo que sucede en el caso de la estatua a los Montejo tiene muchas aristas y por ello nos resulta difícil de aprehender.
Creo, sin embargo, que un primer desbroce del terreno abrirá los vectores reales de la discusión y nos permitirá reconocer con más claridad los argumentos de cada una de las partes en conflicto, así como la calidad de los mismos.
La primera premisa es clave: no se trata de una discusión entre hispanofóbicos e hispanofílicos, pues si vemos el asunto de esta manera estaremos perdiendo la dimensión histórica del conflicto y ésta se constituye como el punto de partida de las demás.
Lo que está en el fondo de esta discusión es una visión de nuestra historia, y particularmente de un pasaje fundamental de la misma: la Conquista.
Ante ese hecho se destacan dos posturas: una que considera la Conquista como una bendición para el hombre de estas tierras, y otra que la valora como un crimen de lesa humanidad.
En el primer caso se considera que las culturas autóctonas eran semi-salvajes y que el progreso y la civilización se hicieron presentes gracias a la llegada del hombre europeo. Se piensa que éste trajo la luz del conocimiento, la ciencia, la fe e incluso nos regaló una lengua aristocrática y noble.
En el segundo caso se considera que, bajo las trampas de la evangelización, se dio pie a un etnocidio de dimensiones tan grandes que hoy día seguimos padeciendo sus efectos.
Así, quienes sostienen la primera tesis, consideran legítimo y hasta necesario honrar a los conquistadores. En sentido contrario, quienes sostenemos que la Conquista fue un crimen de lesa humanidad, pensamos que es un atropello el que se haya instalado una estatua para celebrar a quienes tanto daño nos hicieron.
Esta postura abre muchas reivindicaciones que van más allá de lo histórico. La más visible de ellas es de carácter étnico (de la cual ya hablé en cierta forma en una entrega anterior); sin embargo, el asunto es todavía más interesante pues nos lleva al ámbito de lo cultural, de lo político, de lo estético (la estatua es horrenda) e incluso a los terrenos de lo jurídico donde habrá de ventilarse el derecho que todos tenemos a una ciudad cuya vocación democrática se manifieste en todos sus rincones y en todas las prácticas de sus actores sociales.
La sociedad civil empieza a organizarse para quitar esa estatua ignominiosa. Debemos, sin embargo, hacer un esfuerzo conceptual para saber qué estamos defendiendo y qué debemos hacer para que esta defensa sea eficaz, de tal manera que podamos ir más allá de una estatua o del nombre de una avenida. Habrá que lamentar que, hasta ahora, las autoridades municipales se mantengan en silencio al respecto. El asunto, sin embargo, se está discutiendo con seriedad y esto permite ver que la sociedad civil de la capital de nuestro Estado está en un interesantísimo proceso de maduración política. Estas notas son una modesta contribución a ese afán.
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