lunes, 7 de enero de 2013

DE LA POESÍA

DE LA POESÍA
 
Volar persiguiendo la noche; no un vuelo de tinieblas sino de sombras que viven hablando en voz baja: de sombras como la fuga de un pájaro blanco que sueña que es lo que no es.

            Volar con la fe de que en las palabras hay una sustancia oculta, un desdecir que rompe nuestros ojos para obligarnos a mirar; volar con las sustancias del misterio, poniendo una mano en el milagro del agua y la otra en la sinceridad de la candela.

            Volar en una silla hasta la infancia, igual que Joë Bousquet, que escribía poemas para no tener que dudar constantemente de sí mismo.

            Hoy la poesía habla de la insuficiencia; es sincera cuando condensa la falta de sinceridad del hombre, y es libre en su afán de mostrarnos al ser humano esclavizado por sus propios miedos.

            No sé si hay alguien que haya escogido ser poeta; lo que sí sé es que hay hombres escogidos por la poesía para que a través de ella podamos reconocer que toda felicidad es comburente y que toda intimidad es inmensa.

            El hombre roto que se mira en el cristal de un agua entumecida es sólo una frontera que quiere preservarse del anonimato, muriendo anticipadamente y matando todo mundo posible. Su muerte es la agresión más pura porque supone la muerte de aquello que proyectan las palabras.

            Pero más allá, donde todo está por construirse, donde no hay muros y la muerte va quedando atrás porque no importa, porque la poesía dice que nadie muere y porque la propia muerte deja de ser un signo de interrogación, se va construyendo un  itinerario donde lo novedoso asume los vocablos del silencio, que es la certeza del decir callando.

            Así, para que otras manos no dejen de tocarnos, para que nuestros ojos no dejen de ir al mundo ni el sueño deje de ser aquel río de olvido y de tinieblas que dijera Xavier Villaurrutia, de cuando en cuando tendríamos que recordar que existe la poesía, para no olvidar que ella está siempre pendiente de las cosas y de la manera en que el hombre ha aprendido a incrustarlas en su imaginación.

            Mirando su rostro endurecido en el agua endurecida, el hombre asume su desemejanza; nada lo toca y nada está al alcance de su mano; ninguna puerta lo pone frente al riesgo de afirmarse. Su voz es un vocablo negro en el horizonte abolido, y su cuerpo deja de ser ese camino que viaja al infinito.

            Edmond Jabés decía, en uno de sus poemas, que no existe nombre que no sea un desierto. Mas si tomamos en cuenta que el desierto es una epifanía de la transparencia, podríamos afirmar que todo nombre es un lugar de paso, y que si no fuera por la poesía, las piedras que hoy se llaman fragancia mañana se llamarían misterio.

            La poesía nos regala, más que la preservación de un objeto en la palabra que lo nombra, la posibilidad de que las piedras sean fragancias sin dejar de ser piedras, y que las fragancias sean misterios sin dejar de ser fragancias.

            ¿Cómo pasamos entonces de una piedra que rueda, al canto que nos regresa a nuestro origen? La poesía no es sino esa brizna de tierra que nos ata al mundo mientras caminamos por el viento. La marca de la vida que nos vincula al gozo y a la pena sería completamente insustancial sin la poesía. De ahí en delante, mientras todo en el universo se disuelve y nos convierte en árboles sin hojas, nuestras manos vacías nos reclaman lo que hemos hecho con la luz.

            El poeta es una piedra que rueda; su sino está marcado por los designios del silencio. Silencio que bebe con sus pulmones y sus poros hasta las últimas consecuencias, hasta aquella serenidad de Temilotzin (el primer poeta mexicano de cuyo suicidio se tiene noticia), que viéndose atrapado y sin ninguna oportunidad, se arrojó al mar desde un bergantín español, con la naturalidad de quien sabe cuál es su deber, después de haber escrito sus cantos glorificando la amistad (“…soy dueño de las flores, / soy Temilotzin / y a hacer amigos vine.”).

            Temilotzin nos enseñó que sólo se puede celebrar a la poesía abrazando al hombre, y que sólo el silencio nos pone a la altura de lo que dicen las palabras cuando hablan de las cosas secretas que se albergan en el corazón del mundo. Para ofrecer alguna resistencia a un universo ruidoso, la poesía inventa los latidos de nuestros corazones y la espuma del mar.

            A pesar de todo, hoy la poesía es insuficiencia: sus esfuerzos para ayudarnos a hurgar en lo posible son estériles, su lucha contra la sinrazón parece más sorda que nunca a nuestros oídos. No es la vieja duda de Hölderlin, quien preguntaba “¿para qué poetas en tiempos de miseria?”, sino la propia desconfianza del poeta sobre las posibilidades y el sentido de su quehacer.

            Y es que uno quisiera que la poesía redimiera al hombre de sus miserias emocionales, exigiéndole todo aquello que el propio ser humano no ha sabido conquistar para sí mismo: poesía comprometida versus poetas sin compromiso (cuando menos con la gramática), sinceridad sin fe, ideología sin ética, grandilocuencia sin consuelo, tremendismo sin problema humano. El poeta a veces quiere dar mucho más de lo que le corresponde, cuando quizá lo único que se le exija sea tan sólo una palabra llena de las cosas del mundo.

            El hombre ha dejado de ser niño y ha cambiado la infancia por la puerilidad; a pesar de todo, la poesía va cumpliendo su palabra y va honrando su naturaleza subversiva, como un pájaro blanco volando entre la noche oscura.

            Vivimos en un mundo enrarecido, y en un país al que ha estrechado la rutina de la calamidad. En ese mundo y en este país trágico que nos escupe sangre todos los días, la poesía sigue su camino revelándonos que la noche más negra nunca será tan claramente negra y que, como decía Rubén Bonifaz Nuño: “mientras hay mugre hay esperanza…” Sólo por ello tendríamos que celebrar permanentemente a la poesía, regalándole a nuestro corazón un poco de silencio y el soplo de una imagen que murmure en nuestros oídos la palabra de lo que puede ser, para que no termine de abandonarnos la poca fe que todavía nos queda. Hoy digo, junto con Wallace Stevens, que hay aquí demasiados espejos para la desdicha: gente feliz en un mundo infeliz…, como una llamarada de paja estival, en el cenit del invierno. 

 

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