Los viejos deben recordarlo; se llamaba Juan Pío Aguilar y Novelo, era hermano de mi abuela y fue el mejor longanicero vallisoletano de todos los tiempos. Apenas en mi memoria lo veo llegar a la casa, bajito, regordete, con una camiseta de algodón y un pañuelo rojo en el cuello. Era un tío consentidor, un poco locuaz, mujeriego y bebedor profundo.
—Anda a descansar, Juan, ya estás muy tomado, le decía mi abuela y él sólo cantaba un bolero de cuyos versos nunca me olvidé: “... si rodando los dos por el mundo/ un encuentro nos diera el acaso/ sólo un beso, tal vez un abrazo/ te daré nada más te daré...”
Valladolid tenía en ese tiempo un olor muy especial. Era 1962 o 1963 y la Feria de la Candelaria era un poco un asunto de inocencia donde se perdían virginidades y dineros. Recuerdo que iba de la mano de mi padre de San Juan hacia el centro, como arrobado por la claridad, cual si la luz me descubriese o como si ella se desnudara para mí.
No sabría decir si en alguna de esas mañanas conocí el gozo y la nostalgia; el caso es que en mí se quedaron las pieles extrañas de las muchachas y los ojos como hechos de sorpresa. Por eso, esta mañana, el radio dominical del vecino que siempre me despierta con rumores de danzón, como lo hacía mi padre hace cuarenta años, me llevó a las calles llenas de puestos, al olor a cera y al temor a Dios de aquel primer recuerdo vallisoletano; me llevó a ver a mi hermana con su vestido blanco, a mi hermano Marco (muy pequeñito y llorando) y al tío Juan lleno de burbujas, cantando aquel viejo bolero: “... humanidad/ yo de sangre te he visto teñir/ pobrecito del mundo/ pobrecito de mí...”
Haber crecido en México sólo hizo más grande mi corazón para que en él cupiera la distancia; ahora que vivo en Yucatán, encuentro que es exactamente igual la longitud del estar y del no estar, y es mía el ansia del aquí y del allá, tanto como la del ir o del quedarse.
Amo Valladolid por todo lo aromado que ha dejado como impronta en mi forma de mirar el mundo; habré de ir un día de estos a visitar la tumba de mi padre y a llorar un poco. Por hoy, la radio dominical de mi vecino trajo a mi memoria la tarde en que mi tío Juan llegó a casa de mi abuela, descargando su sombra y cantando aquel viejo bolero de Alberto Domínguez: “humanidad/ hoy de ti me separa el deber/ quiera Dios que mañana/ nos volvamos a ver...”
—Anda a descansar, Juan, ya estás muy tomado, le decía mi abuela y él sólo cantaba un bolero de cuyos versos nunca me olvidé: “... si rodando los dos por el mundo/ un encuentro nos diera el acaso/ sólo un beso, tal vez un abrazo/ te daré nada más te daré...”
Valladolid tenía en ese tiempo un olor muy especial. Era 1962 o 1963 y la Feria de la Candelaria era un poco un asunto de inocencia donde se perdían virginidades y dineros. Recuerdo que iba de la mano de mi padre de San Juan hacia el centro, como arrobado por la claridad, cual si la luz me descubriese o como si ella se desnudara para mí.
No sabría decir si en alguna de esas mañanas conocí el gozo y la nostalgia; el caso es que en mí se quedaron las pieles extrañas de las muchachas y los ojos como hechos de sorpresa. Por eso, esta mañana, el radio dominical del vecino que siempre me despierta con rumores de danzón, como lo hacía mi padre hace cuarenta años, me llevó a las calles llenas de puestos, al olor a cera y al temor a Dios de aquel primer recuerdo vallisoletano; me llevó a ver a mi hermana con su vestido blanco, a mi hermano Marco (muy pequeñito y llorando) y al tío Juan lleno de burbujas, cantando aquel viejo bolero: “... humanidad/ yo de sangre te he visto teñir/ pobrecito del mundo/ pobrecito de mí...”
Haber crecido en México sólo hizo más grande mi corazón para que en él cupiera la distancia; ahora que vivo en Yucatán, encuentro que es exactamente igual la longitud del estar y del no estar, y es mía el ansia del aquí y del allá, tanto como la del ir o del quedarse.
Amo Valladolid por todo lo aromado que ha dejado como impronta en mi forma de mirar el mundo; habré de ir un día de estos a visitar la tumba de mi padre y a llorar un poco. Por hoy, la radio dominical de mi vecino trajo a mi memoria la tarde en que mi tío Juan llegó a casa de mi abuela, descargando su sombra y cantando aquel viejo bolero de Alberto Domínguez: “humanidad/ hoy de ti me separa el deber/ quiera Dios que mañana/ nos volvamos a ver...”
1 comentario:
Órale, es muy interesante esta lectura, sobre todo porque también soy de Valladolid, ahí nací y crecí.
Un saludo desde la Sultana del Oriente...
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