jueves, 26 de agosto de 2010

PÓNGASE EN NUESTRO LUGAR, DON FELIPE…



Quisiera comenzar expresando mi respeto por los millones de personas que legítimamente votaron por Usted en un acto de congruencia ideológica durante las pasadas elecciones presidenciales, aunque muchas de ellas no tengan ningún respeto y tolerancia para con el que piensa diferente.


Y digo legítimamente, Don Felipe, porque buena parte de los sufragios en su favor no fue producto del convencimiento sino de la coerción moral y emocional (esas personas no me merecen ninguna consideración). Esos votos, sin embargo, debieron haber sembrado en Usted algunos pudores mínimos y algún compromiso con respecto de esa masa electoral que sufragó malamente en su favor. Pero no. El asunto estaba viciado de origen y las evidencias son más claras día con día, por eso Usted empieza a enfrentar los reclamos de una ciudadanía vejada (como en el caso de doña María Dávila, la madre de dos muchachos juarenses asesinados a finales de enero, quien le interpeló pronunciando la frase que da título a estas líneas).


Aceptando, sin conceder, que Usted haya ganado las elecciones en el 2006, su supuesta ventaja de medio punto porcentual debió haberle movido a la prudencia. Pero no. Usted sigue pensando que se le dio un cheque en blanco y ha gobernado nuestro país (mucho más mío que suyo) con una gran impericia, pero sobre todo con la sobrecogedora insensibilidad de un gerente bancario.


Antes de continuar, permítame decirle tres cosas, Don Felipe: la primera es que soy un poeta que ha entendido la diferencia razonable entre el mutismo cómplice y el silencio revelador, por eso me tomo el atrevimiento de interpelarle desde estas líneas; la segunda es que no soy miembro ni simpatizante de partido político alguno y, por tanto, mi protesta es la de un ciudadano más corriente que común; la tercera es que no estoy ligado a ningún grupo de poder y que la cercanía con los poderosos me resulta más bien alérgica, por eso me mantengo lejos de ellos.


Puestas mis cartas sobre la mesa, quisiera explicarle por qué pienso que este país es más mío que suyo. En principio, a mí me parece que Usted se levanta todas las mañanas con la mente y los ojos puestos lejos de aquí; sus declaraciones, sus discursos, el artículo que Usted publicó recientemente en un periódico japonés y hasta el pastelazo de hace algunas semanas, me permiten ver un cierto dejo de frivolidad en el manejo de una nación como la nuestra, dramáticamente resquebrajada en todos sus órdenes y prácticamente en estado de guerra en algunas regiones.


Siendo justos, yo diría que Usted no es precisamente el culpable de este deterioro, pero sí de que ahora vivamos en un estado crítico, casi al borde del desahucio, en medio de la violencia generalizada, la barbarie, la pobreza galopante y el miedo, con un descrédito terrible a nivel internacional, con los peores niveles educativos jamás vistos en el país, con una inflación y una pobreza que nos lastiman pero, sobre todo, con una gran desesperanza.

No, Don Felipe, no tengo ningún interés en ofenderle. No me siento bien diciéndole esto que le digo, pues, chueco o derecho, Usted es el Presidente de mi país y a mí, como ciudadano de a pie, no me interesa tanto quién gobierne, sino que lo haga bien en la medida de sus posibilidades.


Permítame, sin embargo, decirle que Usted lo ha hecho mal, más allá de las condiciones internacionales a las que oficiosamente su equipo de gobierno ha querido culpar para justificar las malas condiciones en que estamos viviendo. A pesar de todo esto, Usted se empecina en seguir por el mismo camino, sin importarle el enojo de muchos ciudadanos que, como doña María Dávila, no entienden por qué se nos arranca de las manos el poco porvenir que nos queda.


¿Cómo le explico, Don Felipe, el daño que nos ha hecho? Miro en los periódicos las fotografías de algunos familiares de los jóvenes masacrados en Ciudad Juárez (a quienes Usted acusó de pandilleros), me impresiona el dolor seco de una madre que llora frente al féretro de su hijo. Esa mujer es mi patria, llena de lágrimas duras, desgarrada, desmadrada… por los intereses a los que Usted sirve.


Pero para qué hablarle de La Patria, Don Felipe, si Usted no mira en ella más que una especie de tendejón donde se pueden hacer buenos negocios, especialmente con los veneros de petróleo que nos escriturara el diablo, según lo dijo el poeta jerezano. Esta patria que alguna vez fuera suave y diáfana a pesar de los dolores de parto que le dejó la Revolución, ahora es dura y amarga, triste y hambrienta.


Y es que todo se nos ha ido arrancando poco a poco: la seguridad, el orgullo y aún la gloria de haberle dado al mundo el prodigio del maíz, que ahora Usted quiere transgénico para que pronto paguemos por él derechos de autor a las compañías transnacionales.


De verdad, Don Felipe, que me gustaría decirle otras cosas; de verdad que me gustaría felicitarlo calurosamente, aun estando en la antípoda ideológica de lo que Usted piensa (en la universidad aprendí que la ideología es un claroscuro de verdad y engaño, y desde entonces no peleo con nadie por razones ideológicas). Usted ha querido gobernar de espaldas al pueblo y todo le ha salido mal.


No he querido que esta interpelación sea un acto de rabia, pero sí el reclamo legítimo de alguien que sospecha que detrás de tanta impericia hay beneficiarios. No busco conmoverle. No busco hacerle pensar. No aspiro a que su corazón de gerente divisional de un gran consorcio le dé la mano a su alma piadosa. Sólo soy un poeta al que le gusta meterse en camisa de once varas; sólo soy uno más de los millones de hombres lastimados por Usted.


He decidido terminar abruptamente esta especie de elegía involuntaria para no comenzar una larga letanía que haga el recuento del desastre. Sé que sus oídos lejanos no escucharán este reclamo, pero sé que otros oídos lo harán suyo, como yo hago mía la interpelación de doña María Dávila a su persona. Eso, sin embargo, no me reconforta.



Atentamente.

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